Una mujer observa el lienzo ‘Naturaleza muerta con revólver’ (1957), de Óscar Domínguez.
El surrealismo atlántico de Óscar Domínguez
El Museo Picasso de Málaga revisa en una retrospectiva la singular obra del artista tinerfeño, uno de los nombres fundamentales de las vanguardia en España
Óscar Domínguez militó, sobre todo, en el desconcierto. Nada le atraía más que la extrañeza. De hecho, fue un surrealista periférico, un vanguardista de Tenerife, allí donde el arte nuevo no era más que un acumulado de extravagancia. Su padre, un comerciante de plátanos, le dio las primeras lecciones de pintura, pero la revelación más importante de su vida le llegó con el surrealismo, en los años veinte y treinta, justo en el big bang de aquella explosión creativa, cuando el mundo de lo inédito todavía era posible.
Eran sus años primeros –esos que dicen de formación– cuando el artista aún buscaba argumento en su obra. Pero fue la experiencia de París, tuvo que ser París (cuando viajó para ocuparse del negocio familiar de exportación de frutas en el mercado de Les Halles), quien le puso en el camino de su verdad, es decir, que el arte auténtico no tiene argumento, ni lo necesita. Descubrió el mundo fabuloso que pregonaba André Breton, ese surrealista severo al que frecuentó con asiduidad.
Aquella lección de lo nuevo la hizo suya, con esa capacidad alucinatoria de lo insular, que viene a ser una hipnosis de luz blanca y piedra oscura. Alcanzó su propia voz después de asimilar las correspondencias de los maestros –Pablo Picasso, entre ellos–, desarrolló una obra muy del gusto francés y, a la vez, levantó una iconografía obsesiva en torno a geografías inestables, naturalezas oníricas, seres y máquinas imposibles que asoman por las esquinas de la tela, figuras inclasificables que pueden significan cualquier cosa.
Óscar Domínguez, fotografiado por Roland d’Ursel en su estudio de París, en 1951.
A lo largo de su acelerada existencia, Óscar Domínguez (San Cristóbal de La Laguna, Tenerife, 1906- París, 1957) se volcó en la vanguardia como militancia, tomó el bautismo surrealista y desplegó su pasión en mil frentes distintos que fueron a estrellarse en el mismo rompeolas: la pintura. Ensanchó el lenguaje por la ruta de los sueños, inventó la técnica de la decalcomanía y desarrolló una intensidad poética que tuvo su mejor aliada en una recreación desbordante de la naturaleza de su tierra natal.
En las fotografías que de él se conservan, el pintor tinerfeño asoma con la mandíbula fuerte, el pelo, abundante, muy negro, y los ojos impecables para mirar, como si hubiera hecho de ellos una vara de zahorí que siempre conduce a un surtidor inesperado. De igual modo, resulta difícil adivinar en ellas que ese hombre, apenas superados los cincuenta años, tomó la decisión de no avanzar más en el desamparo y conspirar contra sí mismo, cortándose las venas, mientras sus amigos lo esperaban para celebrar el año nuevo.
“Domínguez, nadie podría dudarlo, era un príncipe. Nacido el día de Reyes, muerto una Nochevieja, toda su vida corrobora que unas fuerzas nativas lo inclinaban hacia el riesgo, el derroche, y hacia esas festividades peligrosas en las que el instinto de conservación cede ante el gusto por el entusiasmo y por el brillo. Nobleza natural, por otra parte, sin más barrio que los de la luna, y que puede engendrar tanto al príncipe de locos, al pícaro, o al dandy tal como lo definía Baudelaire”, anotó el crítico Patrick Waldberg.
Visitantes en la exposición dedicada a Óscar Domínguez en Málaga.
Su obra ha quedado, por tanto, como un referente inextinguible que ahora puede comprenderse ampliamente en el Museo Picasso Málaga, en una exposición de título apretado –Óscar Domínguez–, abierta hasta el 13 de octubre y de la que es comisario Isidro Hernández Gutiérrez. La muestra alberga más de un centenar de piezas –óleos en su mayoría, pero también fotografías, grabados, dibujos, revistas y libros– procedentes de medio centenar de colecciones nacionales e internacionales.
La exposición, concebida a modo de retrospectiva, se despliega por orden cronológico en las salas del centro malagueño. En la selección hay un aliento de exhaustividad, pero resulta difícil alcanzar esa meta en un artista de amplísima producción, ya que se calcula que llegó a ejecutar mil quinientos lienzos. Queda, eso sí, ampliamente recogido en el itinerario dónde está el rastro de originalidad de Óscar Domínguez: la fusión de los códigos del surrealismo europeo con la mitología insular y la sensibilidad atlántica.
“La pintura de Domínguez nos ofrece una maquinaria onírica capaz de dinamitar la realidad inmediata a través de metáforas desviadas y desafiantes, pues sus creaciones constituyen una de las más altas manifestaciones del impulso del juego, libre e imprevisible”, señala el comisario de la exposición del Museo Picasso Málaga, que actualiza, con la complicidad del Tenerife Espacio de las Artes (TEA), la revisión del pintor que hace casi treinta años planteó el Reina Sofía de Madrid.
El óleo ‘Le dimanche ou Rut marin’ (1935), de Óscar Domínguez.
El creador exhibe una ancha libertad plástica de desdoblamiento a partir de los paisajes y las formas de las islas. En sus lienzos el aspecto lunar de sus escenarios es el eco visual del territorio de su infancia. Las formas lávicas se funden con cuerpos mutilados y masas de color que se desbordan. El drago de Canarias se eleva como tótem y símbolo, y los mares de nubes adquieren una cualidad metafísica, que invita a una contemplación suspendida entre lo real y lo fantástico.
Además, Domínguez creó y desarrolló la decalcomanía, una técnica pictórica sin uso de prensa que consiste en aplicar pintura sobre una superficie y luego presionarla contra otra para generar formas impredecibles. Ese método da lugar a texturas abstractas, orgánicas y sugerentes, cargadas de tensión visual. En manos del artista tinerfeño, se convirtió en mucho más que un recurso técnico: fue una vía hacia lo inconsciente, una herramienta poética que le permitió convertir lo irracional en imágenes simbólicas.
La exposición pone el foco, además, en las etapas vitales más intensas del artista. Sucede así con los años de la ocupación nazi de Francia cuando el pintor se convirtió en una figura activa de la resistencia. A pesar del clima opresivo, su estudio se mantuvo como un lugar de encuentro para creadores comprometidos, en concreto con los jóvenes poetas de La manin à plume, que desarrolla una intensa actividad editorial y de venta de obras de arte con el doble propósito de mantener viva la llama del surrealismo y de financiar la lucha.
Una de las salas de la exposición 'Óscar Domínguez', en el Museo Picasso Málaga.
Es, precisamente, en este contexto donde se estrechó la relación de Domínguez con Picasso, a quien denomina “el hombre más sensacional de la época”, y con el que compartía no solo el idioma, sino también una visión del arte como herramienta de transformación. Aprendió de la libertad formal y simbólica del genio malagueño, mientras que este valoraba la empatía y la energía volcánica y onírica del canario. A la amistad entre ambos siempre le acompañó el respeto mutuo y la complicidad creativa.
Ya en la década de 1950, la vida de Domínguez estuvo marcada por la inestabilidad personal y física, consecuencia de una enfermedad degenerativa que, además, le generó una creciente melancolía. Su producción artística no se detuvo; al contrario, adquirió una dimensión más corpórea, introspectiva y simbolista. Su estilo se volvió más sombrío, con una paleta menos explosiva pero cargada de densidad emocional, donde persistían las formas metamórficas y los ecos de sus paisajes interiores.
Hasta el final de sus días, el artista continuó explorando objetos en transformación, superficies cargadas de sentido y motivos míticos, aunque con un tono más austero y casi elegíaco. Su obra siguió dialogando con el surrealismo, pero ya con una voz plenamente individual, despojada de artificios. Su imaginación resultó desbordante, inagotable, hasta aquella fría mañana del 3 de enero de 1958, cuando le dieron sepultura en el panteón de los Noailles, en el cementerio parisino de Montparnasse.