En el estudio de Alberto Reguera: la abstracción como espectáculo en vivo
El segoviano es un artista atípico que, además de crear cuadros de paisajes y rompimientos celestes, combina el caballete con la performance
27 junio, 2024 17:38¿Hay que renunciar a la invención para abrazar totalmente la realidad? Alberto Reguera (Segovia, 1961), pintor viajero, se ha inventado paisajes de medio mundo, pero sigue eligiendo como modelo el cielo inmenso, al borde de lo abstracto, que aprendió en la meseta castellana. Tal vez, porque el horizonte representa el paso natural entre lo que capta la retina y lo que completa la imaginación, el umbral en fuga de lo que podemos llegar a ver o a saber.
El artista ha dado en la última década un salto de reconocimiento. Después de la retrospectiva que le organizó en 2015 el UMAG de Hong Kong, el museo Thyssen-Bornemisza acogió en 2021 en Madrid su exposición Homenaje a Aert van der Neer, con la que repitió en el museo asiático el año pasado. Sus acciones artísticas, como las que acompañaban ambos eventos, se han visto también en El Cairo, Pequín y París. Los dos polos —Oriente y Francia— donde su trabajo recibe muchas más muestras de aprecio.
En el estudio de Madrid, Reguera guarda, entre catálogos y obras de cada periodo, la memoria de toda su trayectoria. Desde los inicios, describe la naturaleza en un punto en que los elementos individuales, siendo ya solo aquello que completa la imaginación, coinciden todavía con lo que capta la retina. Por un lado, vemos algo abstracto —lo mismo podrían ser las pinceladas de un óleo clásico bajo una lente de muchos aumentos que los reflejos del cosmos a través del telescopio–.
Por otro, sabemos perfectamente qué escena se presenta ante nuestros ojos: las nubes lanzadas a la carrera, los campos de cereal antes de la cosecha o el cielo de una mañana clara de invierno. Los cuadros de Reguera pueden ser arrebatadores por sí mismos pero, en su etapa de madurez, encierran algo más. Forman parte de un plan, que se diría preconcebido si no fuese también consecuencia de una lógica.
Un sector de las vanguardias, en el siglo XX, se convenció de que la mejor manera de unir ambos reinos —la invención y la realidad— era abolir el arte para quedarse solo con la vida. Parece como si Reguera intentase comprobar hasta dónde le pueden llevar, en su propia búsqueda, las estrategias que idearon. Para empezar, aceptó el reto que planteaba Duchamp de equiparar el objeto con la pieza artística y el de Schwitters y Kaprow de distribuirlo por el espacio formando instalaciones —en las que trabaja desde aproximadamente el 2007–.
Después, en los años siguientes, también desarrolló su propio concepto de performance, como las que surgieron en los cabarés dadaístas y renovó Marina Abramovic. En los primeros años de oficio, Reguera había aprendido de la abstracción lírica francesa (Camille Bryen, Olivier Debré, Jean Miotte) a evocar el mundo sin deletrearlo. De Lucio Muñoz tomó la idea de devolverle la tercera dimensión mediante el relieve. Crear ilusiones lumínicas es algo propio del arte. Recoger y filtrar la luz, como hace él, con cortinas de material aplicado verticalmente sobre planos y raspados sucesivos, tiene más que ver con el uso a su favor de las leyes de la física. Cuando el artista lanza pigmento iridiscente en polvo sobre la superficie tierna, está definiendo el paisaje con los trucos de la propia naturaleza. Si lo arroja “desde los extremos”, explica, “la orografía parece iluminada por el sol naciente o el del crepúsculo”. Si lo aplica de frente, recrea la intensidad de los mediodías castellanos.
Atmosferas en movimiento es un buen ejemplo de cuadro-objeto en su obra reciente. Iluminado por el mediodía real en el céntrico barrio de Justicia donde vive el artista, hace de ventana abierta desde el primer plano diurno, deslumbrante de blancos y amarillos, a través del carmín y el malva, hasta la profundidad antracita de la noche o del espacio exterior. Pero también, al estar separado de la pared por un bastidor más ancho y pintado por el borde, sale al encuentro de la mirada. Es un cajón, un ready-made que, si queremos, se sostiene de pie y al que es posible dar nuevos usos. Así, colocando varias de estas obras juntas, en el suelo, compone además el pintor su formato instalación: familias de planos de color —como Las Meninas— o nuevos paisajes por los que incluso se puede caminar.
Las performances de Reguera —con antecedentes en el expresionismo abstracto y también en Ives Klein y Rauschenberg— son una versión en vivo de lo que llama “pintura expandida”. Consisten en prolongar uno de sus cuadros ante el público sobre una tela de grandes dimensiones. Sin colgar los pinceles, como hicieron algunos de los dadaístas y sus sucesores, el género le ha aportado en la última década todas las cualidades que les procuraba a ellos: la espontaneidad, la inmediatez del movimiento físico, el azar, la temporalidad y hasta la contradicción —una nube inoportuna que se opone al humor de su paleta, o, al revés, el runrún de la gente que anima un gesto introvertido–. Tanto se expone uno a los encantos y las trampas del directo al pintar para una audiencia como sentándose frente a los visitantes para mirarles a los ojos por turnos, durante horas, al modo de Abramovic en el MoMA.
La acción pictórica más sonada hasta el momento es probablemente la del Thyssen, a partir de una de las obras de la muestra. Toda la serie, inspirada en Claro de luna con un camino bordeando un canal, del paisajista de la Edad de Oro neerlandesa Aert van der Neer, es una delicia. Recuerda al sutilísimo lienzo en el que trabaja el pintor en su taller y aún no tiene ni título, con veladuras de azul sobre el espacio negativo en blanco.
Igual que en el arte oriental que tanto le gusta, las nubes pesan más que las montañas. Con el tema del claro de luna en la cabeza, y mientras se enumeran los colores utilizados, casi es posible imaginar las piezas del museo madrileño (incluyendo la que utilizó para la performance, Expandidas luces nocturnas), antes de mirar las fotos. Así de concreto es el abstracto Reguera. Primero los azules: el prusia, el turquesa, el cerúleo. Después los pardos: borgoñas y tierra con matices violeta. Por último los metálicos: cobrizos e iridios para lograr, a la luz del blanco de titanio, reflejos plateados y gualda.
¿Captaba la realidad el cuadro antes de continuarlo en vivo en el patio del palacio de Villahermosa? ¿La retrata después? Las vanguardias pensaron, hace ya más de un siglo, que el producto de la invención es falso porque responde a una pregunta preparada, tramposa, fuera del flujo imparable del presente. Había que abandonar el arte para conectar con la vida. El experimento de Reguera sugiere que tal vez las preguntas que responden los artistas son igual de auténticas, espontáneas e insoslayables.
No menos que la actualidad en la pantalla de nuestros móviles, el lienzo —hasta el firmado y colgado en la pared— contiene un problema nuevo por cada solución que se le encuentre. Deberíamos sospechar que las respuestas, en ambos casos, tienen que ver entre sí e incluso que, sin unas, no llegaremos a las otras. Basta retomar el cuadro o recargar la página para comprobar que el horizonte, aunque lo tengamos al alcance de la mano, nos sigue sacando muchos kilómetros de ventaja