El incierto encanto de la capital de provincia
Romero Rey expone en su libro 'Capital de provincia' un mundo periférico que se va, aunque apetezca empadronarse y vivir en ciudades afectuosas
13 febrero, 2022 00:00“Entre las grandes urbes y el pintoresquismo rural existe un conjunto de núcleos urbanos que parecen haberse instalado en tierra de nadie. Capitales de provincia que a menudo se esconden tras un rico legado histórico para no afrontar un futuro incierto. Víctimas del centralismo estatal, el desapego institucional y la desafección ciudadana, este entramado de ciudades que sostienen el mapa del país se encuentra más necesitado que nunca de atención y de política”. Tal es el a priori de Carlos Romero Rey en su libro Capital de provincia (ed. Caniche).
Hay un rosario --el término es adecuado-- de ciudades pequeñas, capitales de provincia que los procesos históricos van mustiando, que no tienen fama ni sex appeal, pero que tienen discretos encantos que nadie celebra, y que a la luz de fenómenos contemporáneos como la pandemia, la conciencia de España vacía, la digitalización del trabajo, etcétera, yo creo que se ofrecen como una alternativa racional, por lo general desatendida.
Además de las grandes urbes exitosas como Madrid, Barcelona, Valencia, Bilbao, Sevilla etcétera, España cuenta con una serie de ciudades medianas amables y preciosas (y otras tantas feísimas e irremediables, qué le vamos a hacer). Cuando las visitamos, más por casualidad que por otra cosa, es inevitable fantasear cómo sería vivir allí, en Cáceres, en Oviedo, en Zamora, en Burgos o Soria, en Huesca… ahora que gracias a los progresos tecnológicos y logísticos todos disponemos en casa de miles de películas y todos los libros a nuestra disposición por la vía digital. También ha evolucionado la mentalidad de la ciudadanía, de manera que esas ciudades ya no pueden ser los negros burgos decimonónicos habitados por comunidades clasistas, beatas y maledicentes como la Vetusta que magistralmente retrató Clarín en La Regenta. De repente cobra atractivo la modesta capital de provincia, especialmente aquellas que pese a la barbaridad feísta de la especulación, galopando sobre la indiferencia política, la pereza intelectual de sus clases dirigentes y la resignación, pasividad o incuria de los vecinos, albergan un patrimonio arquitectónico fabuloso y una posibilidad de vida dulce que a partir de él podría activarse de cien maneras, pero sigue adormecida… Una pena.
Ciudad periférica, en región periférica
Una de estas ciudades es Cáceres, en la que nació y adonde vuelve periódicamente Romero Rey, magistrado a quien me presentaron una vez en la inauguración de una galería madrileña de arte contemporáneo, ambiente donde según me han dicho es muy activo y respetado. Su libro es un discurso casi impresionista, controladamente emocionado, que brota del más puro espíritu regeneracionista y tiene además el encanto de ser afectuoso, constructivo, positivista, en vez de estar escrito con las tonalidades quejumbrosas y agrias que legítimamente podría usar un escritor como él sensible a las barbaridades urbanísticas que son el pan nuestro de cada día.
Ha elegido, para centrar su discurso, su ciudad natal, Cáceres, como “ciudad periférica en una región también periférica, laboratorio perfecto para lanzar preguntas con un alcance global”.
Sin ánimo de imponer ni de fiscalizar, sugiere ideas ingeniosas y sensatas para dar nuevo contenido a soberbios edificios con los que el consistorio no sabe qué puede hacer, y para revitalizar el centro urbano, el corazón de la ciudad, progresivamente desertizado en beneficio de nuevos barrios para las clases pudientes que se desparraman tontamente por las afueras. Da ejemplos de edificios modernos que habría que preservar igual que se preservan iglesias, palacios o torres medievales o renacentistas, e invita a pensar que en el futuro, si sobreviven a la manía antiecológica y borradora de la demolición y sustitución, en el futuro pueden integrarse en un patrimonio que las generaciones actuales tenemos la obligación de preservar para las siguientes.
Casi susurrante
Habla del valor ciudadano de la presencia y el legado de artistas excéntricos que eligieron la ciudad (autor del aforismo “Son las cosas que no sabéis las que cambiarán vuestra vida”) para dejar su huella y su legado, de arquitectos como Mansilla y Tuñón, con su modélico, ejemplar, hotel Atrio, y de la coleccionista Helga de Alvear (la galerista más notoria de Madrid), que encargó a los citados arquitectos el museo cacereño que alberga su colección. Es un libro ameno: habla incluso de la difusa querencia por el tremendo gotelé y de la cobertura de los balcones de las fachadas con esas deprimentes estructuras de vidrio y aluminio en tono dorado…
Me alegra hablar de este libro delicioso porque su modestia y tonalidad persuasiva pero baja, casi susurrante, podría condenarlo a ser ignorado por aquellos que deberían leerlo. Sería una pena. Tiene una gracia sutil. Yo creo que esa gracia viene de la inserción en el discurso de algunas anécdotas personales, y a la alternancia entre los breves capítulos y la sugestiva colección de fotografías en blanco y negro que los ilustran… y a algo difícil de definir pero que tiene que ver con un sentido muy preciso de la compostura y el ritmo, gracias al cual datos, historias, relatos y propuestas prácticas van hilados sin que se noten las costuras.
En realidad, Capital de provincia no es un libro optimista, no alberga grandes esperanzas de que aumente la lucidez y se enmienden los errores, pero al leerlo uno se siente tan a gusto y tan interesado que se siente tentado de empadronarse en Cáceres.