Ilustración de  ‘La poesía que nos merecemos’, de Riki Blanco / RESERVOIR BOOKS

Ilustración de ‘La poesía que nos merecemos’, de Riki Blanco / RESERVOIR BOOKS

Artes

Riki Blanco, formas visuales de lirismo

Humor inteligente y reflexión profunda se combinan en el último libro del ilustrador barcelonés, ‘La poesía que nos merecemos’, una obra gráfica de altísima graduación

10 septiembre, 2021 00:10

Los verdaderos amantes de la poesía saben que para ser un buen lector del género no sirve la alta velocidad. Para desentrañar sus secretos es infinitamente más importante atender a la intensidad antes que a la cantidad. Es mejor pasar la tarde demorándose sobre las variaciones rítmicas de un madrigal o la riqueza polisémica de un buen soneto  en vez de pretender leer a la carrera las obras completas de cualquier pope lírico, a riesgo de caer en el empacho o la superficialidad. Para entendernos, el valor de nuestra peripecia lectora --en todos los géneros, pero sobre todo en la poesía-- tiene más que ver con la profundidad que con la rapidez. Los versos anhelan la supresión del tiempo circundante, buscan la atemporalidad. La buena poesía requiere de sosiego y no abusa de la ostentación. 

Algo parecido sucede con el nuevo libro de Riki Blanco (Barcelona, 1978), La poesía que nos merecemos, editado por Reservoir Books este año. Una colección fetén de dibujos y reflexiones de ciento sesenta páginas que debe degustarse con lentitud para no atragantarse con su alta graduación. Es imposible --o nada recomendable-- leérselo de una vez, ya que contiene poesía visual de calidad, es decir, que no busca el guiño culturalista o acariciar el lomo a los miembros de la tribu, sino que, al revés, opta por poner patas arriba las ideas preconcebidas y los lugares comunes para que volvamos a construirlos de otra manera. 

poesia cover VO

Los bibliófilos --y curiosos sensibles en general-- hace tiempo que conocen el trabajo de Blanco. No en vano lleva cerca de veinte años expandiendo su trazo --geométrico y digital, suelto y con ceras-- en la belleza esquinada de las portadas de las mejores editoriales nacionales e internacionales. Es tal la calidad y el perfil afilado de sus creaciones que dan ganas de declarar que, siempre que sean suyas, es justo empezar a juzgar a un libro por la portada. Su trabajo --ejecutado con maestría y colmillo-- tampoco es ajeno a la cartelería, el comentario político inmediato o el meme digital. También frecuenta el teatro experimental, la poesía, la videocreación y la creación musical a través de espectáculos en directo.

El libro que nos ocupa esta vez --el segundo, tras el autoeditado en 2017, el magnífico El camino más largo-- una ampliación artística de su campo de batalla. Liberado de las reglas de la publicidad y cada vez más exigente en la calidad de su trabajo plástico, su obra resplandece aún más si cabe. En cada página, en cada elección, el lector disfruta de su libérrima creatividad por momentos desapacible y, al mismo tiempo, tierna. Las ilustraciones y sus palabras --más cerca del aforismo que del bocadillo del cómic-- no obedecen a otra ley que no sea la inspiración, la belleza y el riesgo

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Son imágenes sucias o limpias que rozan un surrealismo concienzudo, valga la contradicción. Al lector le llegan primero las ideas gráficas, aunque en algunas de sus páginas son las palabras las que llevan la voz cantante. En cualquier caso, fórmulas híbridas de texto y dibujo que, de la mano, se retroalimentan y trascienden el género de viñeta humorística. Son ilustraciones autónomas que, negando una parte de la raíz de su género, tratan de vencer al tiempo para quedarse entre nosotros. El ritmo del libro es apabullante. Blanco nos ametralla de tal manera con ideas y reflexiones que de vez en cuando se agradece la zona de descanso de las páginas en blanco que hábilmente han colocado en el diseño de la edición.

Hay que agradecer que su obra no verse sobre los problemas políticos más cercanos, no dispare a dar contra ningún personaje público o determinadas formas de ver la vida. En sus dibujos late el afán por buscar la universalidad de los temas. Tratan problemas que atañen a la humanidad. El pequeño moralista que esconde todo gran humorista también aparece, pero esquinado, dejando que el mensaje crezca autónomamente en la interpretación del lector. Sus dibujos son polisémicos y, en ocasiones, fragmentarios. Obedecen así a la celebérrima teoría del iceberg de Hemingway: una obra de arte debe explicitar solo una pequeña parte de su tamaño. Lo sabían bien tanto Edward Hopper con sus soledades norteamericanas y Raymond Carver.

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El resultado es una suerte de exigente Banksy para adultos. Arte directo sin pizca del kischt populista del famoso enmascarado británico. Un digno heredero del linaje de los poemas visuales de Nicanor Parra y Joan Brossa, pero con talento gráfico contemporáneo. Una especie de Chema Madoz ilustrado. La poesía que nos merecemos es una delicia, un clásico estrictamente moderno. Una colección de chistes, reflexiones, puñetazos gráficos y juegos feroces diversos y profundos. Al leerlos, nos dejan como en suspensión, pensando si el gesto que se nos dibuja en el rostro es realmente una sonrisa o una mueca de desazón.