Una viñeta de 'Miles en París' / NORMA EDITORIAL

Una viñeta de 'Miles en París' / NORMA EDITORIAL

Artes

Miles Davis, París 1949

Una novela gráfica evoca el encuentro artístico y el romance sentimental entre la actriz Juliette Gréco y el mítico músico norteamericano de jazz, puro 'amour fou'

29 julio, 2020 00:00

En la escuela nos enseñaron que la sinestesia es aquella figura retórica que consiste en atribuir una sensación –olfativa, gustativa, táctil o visual– a un concepto al que no le corresponde. Por ejemplo: el sonoro marfil, la rosa caricia, el amarillo chillón. Se viene utilizando desde la antigüedad clásica y fue muy popular en el Barroco, pero tal vez sean los simbolistas y modernistas –Baudelaire, Rimbaud y Verlaine poniéndose finos de absenta, opio y poesía– los que la convirtieron en una forma de vida. Miles en París (Norma Editorial), una novela gráfica escrita con precisión y destreza por Salva Rubio y dibujada en estado de gracia por Sagar Forniés es un magistral tratado sobre la sinestesia. Versa sobre el extraño arte de escuchar música a partir de las viñetas. Y lo hace rescatando un episodio de la vida del jazzman Miles Davis no demasiado conocido.

Antes de ser el ubérrimo Miles, el gran músico norteamericano fue un sobrio trompetista vegetariano, un ingenuo chaval de pueblo que llega a Nueva York para estudiar en el prestigioso Juillard Institute y seguir los pasos de los grandes bisontes del jazz en la pradera de la calle 52. El problema es que era muy difícil dar con ellos. No se dejaban cazar. Especialmente tortuosa fue su relación con Charlie Parker, con severos problemas con la heroína y desórdenes personales de todo tipo, que ningunea y mima –todo al mismo tiempo– a aquel chaval que le idolatraba.  

Para acabar de adobar la historia, en Estados Unidos el jazz anda sumido en aquellos años en una crisis de identidad. Las antes populares big bands, esas marabuntas de ritmo y melodía que arrasaban en los clubes nocturnos, resultan ahora caras. El nuevo estilo de los músicos, el emergente bebop, es agreste y sofisticado para el paladar del gran público, que expresa su descontento con él porque le resulta difícil entenderlo y no está pensado para ser bailado. 

Las cosas no acaban de arrancar para el joven Miles. Empieza a ser reconocido como músico, sí, pero todavía vive en el más absoluto underground. Su vida consiste en tocar la trompeta en garitos polvorientos, sufrir estoicamente el racismo endémico de la sociedad norteamericana, descuidar a la familia, soltar tacos al modo metralleta y, por las noches, de forma obsesiva, soñar con un nuevo sonido que logre el beneplácito de la crítica y el fervor del público. Dado el panorama, Davis se gana las broncas de su joven esposa y acepta –a regañadientes– una invitación para tocar en el Festival de Jazz de París, una experiencia que le cambiará la vida y el sonido.

Con 23 años, este viaje a Francia se convierte en una experiencia abrumadora. El choque cultural lo deja noqueado. Davis encuentra un París en plena ebullición libertaria tras el fin de la Segunda Guerra Mundial. Hitler había prohibido el jazz y el cine norteamericano en los territorios bajo su yugo, así que tras la liberación los parisinos andan resarciéndose. Quieren escucharlo y verlo todo, convertidos en fanáticos de los mitos norteamericanos. Miles Davis se convierte inesperadamente en una estrella. El público blanco lo adora, lo entrevistan los medios y le presentan a la flor y nata de la vida cultural francesa, que en aquel momento es como decir la de todo el mundo occidental. 

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Durante aquellos días se confiesa a Jean Paul Sartre en la terraza del Café de Flore, bebe champagne con Simon de Beauvoir, o spleenea junto al Sena con el multifacético y terrible Boris Vian. Si a esas circunstancias le unimos que en París el racismo no es un problema tan grave como en Nueva York, podremos entender perfectamente que muchos miembros de la comitiva originaria de jazzmen yanquis que viajaron con él decidieran establecerse en la ciudad. Él se lo piensa.  

Portada de 'Miles en París' : NORMA EDITORIAL

En uno de sus paseos nocturnos, Miles da con la joven musa existencialista Juliette Gréco, cachorrilla bohemia, aspirante a cantante y actriz, que ejercía su libérrima joie de vivre entre las angostas calles de Saint-Germain-des-Prés. El flechazo de nieve, la luz cegadora del deseo, aparece como un hecho instantáneo. Ambos viven un romance legendario y breve, igual que en las películas de David Lean y Richard Linklater. ¿Cómo se las apañaban si ni siquiera compartían el mismo idioma? La respuesta nos la enseñó Jaime Gil de Biedma: aunque los misterios del amor son del alma, es un cuerpo el libro en el que se leen.

Como dictan las normas del amour fou, el affaire acaba rápido con el regreso de Miles Davis al hogar y a los garitos de Queens. Cuando Jean Paul Sartre le pregunta por qué no se casa con Juliette, le responde: “Porque la amo”. Lo que Davis trataba de explicar al autor de La Náusea era que la vida de una mujer blanca casada con un negro en Estados Unidos se parecería mucho al infierno. El romance acaba, pero en el equipaje de vuelta Davis se lleva algo más que la lacerante herida de la pérdida. Con ese dolor, hasta entonces desconocido, acaba por encontrar el ansiado nuevo sonido con el que revolucionará la música contemporánea. 

Miles en París relata todo esto. El libro es una delicia melómana y visual. Una estampa de la vida de artista y también una historia de amor. Sus autores imaginan las circunstancias en las que tuvo lugar el encuentro y describen el deslumbramiento vital y la onda expansiva de creatividad que produjo en sus protagonistas. Viñetas de veladas nocturnas en garitos bohemios, paseos por malas calles, un festín de luces y sombras, trallazos de solos virtuosos y swing. Una maravilla que combina el rigor histórico y enciclopédico de Rubio –historiador de formación– con el dibujo tenso y libre de Sagar, que dibuja a Miles tocando la trompeta, con precisión e inspiración, rompiendo la composición clásica de los tebeos pero sin perder legibilidad. La obra clava los gestos de los personajes desde una aparente naturalidad propia de los grandes maestros. Por decirlo con Quevedo, nos hace pensar que somos capaces de escuchar a Miles Davis con los ojos. Ovación cerrada.