Germaine Dulac, testimonio de pionera
La editorial Light Cone publica, en versión bilingüe inglés-francés, las conferencias inéditas de esta cineasta de la vanguardia cinematográfica de comienzos del siglo XX
28 julio, 2020 00:00Este valiosísimo remontaje literario a partir de las conferencias inéditas que Germaine Dulac pronunciara entre 1925 y 1939 lleva el mismo título que la mítica compilación de textos del padre teórico del cine moderno, André Bazin: Qu’est-ce que le cinéma? Y aunque a primera vista quien comparece aquí para contarnos lo que para ella es el cine, es decir, la escritora, la cineasta avant-garde, la apasionada militante del cineclubismo, la mujer que, desde la formación primera en danza y fotografía, persiguiera para el arte de su tiempo la vía de la abstracción, la orquestación del ritmo de líneas y formas, tuviera poco que ver con el ontólogo de los reflejos de real, la aproximación resulta ahora mucho más plausible y productiva. Podría incluso decirse que con este volumen se refuerza el germen común que religa a los primeros pensadores del cine –Canudo, Delluc, Epstein– con aquellos otros que, en la resaca bélica de mitad del XX, manifestaron de nuevo la necesidad de la tabula rasa, de un borrado para recomenzar con todo aquello que en el medio (y en su industria) seguía pasándose por alto.
Por distintas razones, tanto Bazin como Dulac coincidieron en que en la invención del cine la existencia precedió a la esencia, que debía existir una conquista paulatina de etapas que cercaran las virtualidades de la herramienta camino de un perfeccionamiento definitivo –ya fuera adherirse a la piel de lo real, como quisiera el primero, ya alcanzar la manera de traducir el inefable y palpitante vaivén de percepciones que descubría el modo de vida moderno, a lo que aspirara la segunda–; igualmente que, en relación con las demás artes, el cine demostraba una sana promiscuidad de rozamientos, si bien uno celebraba tamaña impureza a partir de la capacidad de registro de otros modos de representación que presentaba el cine mientras la otra ansiaba, en el crisol de una parecida alquimia, un acto vampírico otro: que la máquina emparentara con los efectos emotivos de las artes precedentes, que absorbiera la sacudida que trascendía las barreras del lenguaje y la maraña del significado unívoco, para participar de lo que aún es sensación, aún es pensamiento, aunque ya evolucionase desfigurado, sin referente.
Germaine Dulac (Amiens, 1882 París, 1942)
En sus escritos, Dulac, como Bazin, más que de realidad, hablan de vida. Pero cuando en estas charlas pioneras, didácticas y proselitistas, la conferenciante alaba el interés y las peculiaridades del cine científico y pedagógico de un Painlevé o un Comandon, lo hacía por la capacidad que en estas peliculitas entrevio de poder superar ese lado insensible –côte brutal lo llama– del funcionamiento de la cámara (potencial siniestro del ojo mecánico que graba lo que le pongan delante) que a partir de Bazin sujetaría todo el paradigma realista. Para Dulac, que el cine lograra revelar lo que el ojo no ve –por quedar oculto, resultar inasumible, ser demasiado pequeño o, por el contrario, inabarcable– suponía sólo el primer paso hacia la posibilidad estética, que, en su visión, pasaba por completar estos efectos de exactitud con otros deseos, como el de sorprender no sólo a la vida material sino también a la espiritual, o el de comprometer en la partida a esos otros movimientos, a esos otros ritmos que recorren la vivencia interior –la de los personajes y la de los espectadores que se proyectan en ellos– y redondean nuestra experiencia.
Disque 957 (1928)
Se abogó entonces por abandonar un cine, digamos, aplicado (al divertimento, al conocimiento, a la pedagogía o a la ciencia), que, por interesante que fuera, quedaba preso de la anécdota, de un dispositivo donde Dulac sentía que se marginaba la complejidad de los flujos del acontecer. El montaje –es decir, la capacidad de generar ritmos y confrontaciones en el continuum de imágenes– aparecería como la fuente sintetizadora de una multiplicidad de perspectivas, ahí donde podía comparecer la amalgama inextricable de movimientos externos e íntimos, lejanos y secretos, que resumen en cierta manera esa renovada experiencia. En pos de este objetivo, desde sus primeros recuerdos como espectadora de las danzas lumínicas de Loïe Fuller o los balbuceos de su escritura inaugural –un guión sobre Chopin en 1918–, Dulac mantendría la música como el fiel acompañante y horizonte, el único modelo capaz de guiar al cine en su proceso de despojamiento de lo figurativo y lo narrativo, como si en el juego de las luces y las sombras ya recayera, gesto primigenio, el aliento de esa musique visuelle a la que debía aspirar el cinematógrafo.
La coquille et le clergyman (1928)
En estas correspondencias entre cine y música, en la confluencia entre ritmos visuales y sonoros, Dulac, que piensa en el cineasta como en un compositor y orquestador, no sucumbió a la tentación de despreciar la implicación emocional del espectador. Como su coetáneo y colega Abel Gance –quien, justo por entonces, al hilo de su Napoleón, hablaba del cine como de la música de la luz, o de un alfabeto de los ojos– ambos anhelaban la prevalencia de una lógica de la sensación frente a la lógica narrativa, compartiendo un similar deseo de que la implicación ecuménica del cine –nada, por entonces, del revoloteo alrededor de guetos artísticos– viniera determinada antes que por la consolidación de una gramática reconocible y colonizadora, por el ejercicio de la diferencia en la experimentación con la plástica visual, por la consolidación de distintas maneras de afrontar las posibilidades expresivas del ritmo. Así, igual que se distinguía una música alemana, francesa o soviética, el cine habría podido ir confeccionando una suerte de lengua franca –merveilleux volapük, sonoro hallazgo– siempre abierta a nuevas incorporaciones.
Qu’est-ce que le cinéma? añade pinceladas al conmovedor retrato de aquella generación de pioneros franceses que lo tuvieron que aprender todo, y a los que siempre pareció maniatar cierta intuición enfebrecida de lo que el cine podría ser. Percepción íntima, en definitiva, en la que yacía enroscado otro desiderátum fantasmagórico, el del público futuro, la espera al advenimiento de aquellos que sí entenderían, y, por fin, gozarían de lo que estos cineastas no creían un simple sueño. Frutos teóricos y prácticos de un estadio del invento que aún no medraba, orgullosamente marginal, en la linde del cine privado o doméstico, sino que pretendía desarrollarse dentro de una industria ya robusta y que, desde aquellas mismas fechas, angostaba cualquier camino de experimentación que no apuntalara el modelo narrativo hegemónico.
¿Qué es el cine?. Edición bilingüe de Light Cone
Como señala en el epílogo su estrecha colaboradora –y en su día compiladora de los materiales que por fin ahora ven la luz–, la también cineasta Marie-Anne Colson-Malleville, Dulac tuvo durante muchos años que aparcar aquellas visiones y deseos de emancipación artística para poder hacer cine, amparándose en su formación teatral y en las ganas de aprender el oficio. Poco a poco, y programáticamente desde el encuentro con Louis Delluc, sus películas se salpicarían de toques impresionistas y densidad fotogénica (ese velo moral en el que, según los de su generación, el cine envolvía a seres y objetos), y en el ejercicio de sobreimpresiones, fundidos y otros juegos ópticos –La mort du soleil (1922), La souriante Madame Beudet (1923)–, ya se vislumbraba el ideario de consecución de un signo visual equiparable, en sugestión, a los que manejaba la música. Luego, en la desembocadura de su carrera –de la famosa, además de por la querella con Artaud, La coquille et le clergyman, hasta los esbozos, entre aquel 1928 y 1929, de un cine puro: Étude cinégraphique sur une arabesque, Thèmes et variations y Disque 957 (donde pretendía la traducción plástica y sentimental de los motivos que inspiraran el Preludio en B bemol de Chopin)–, confeccionó su personal contribución a aquella escuela del movimiento desencadenado (los Richter, Ruttmann, Eggeling, etc.) que creyera en un cine destinado, en esencia, a una autarquía en lo abstracto, al margen de préstamos y cohabitaciones con las bellas artes asentadas.
Que Germaine Dulac nunca atrapó su sueño, se sabe. También que, en el fondo, su cine, como el de muchos de sus camaradas, fue una aventura –un barco que, renqueante, zarpó para nunca arriba a puerto– cuyo excepcional fracaso lo hizo brillar más que al de muchos otros que sí avistaron la tierra prometida de la autonomía estética. Quizás porque sus sinfonías visuales nunca supieron desprenderse del ruido humano, quizás porque ahí, en esa luz para nadie, en esa música para nadie, Dulac tuvo demasiado presente a aquel que siente desde la butaca. Ni ella ni Gance, que la sobreviviría tantos años y jamás regresara a las enajenaciones líricas de su fugaz reinado, dejaron de trabajar en este sentido, como quien se sabe el eternamente agradecido deudor de la fortuna de haber sido testigo del nacimiento de un arte. Ambos fueron poseídos por la irrepetible megalomanía del pionero, eufórica en el caso de Gance, solapada en el de Dulac, empuje extático para esas generosas ensoñaciones que el dinero no puede comprar.