Obra de Antoni Pitxot, el gran amigo de Dalí / FUNDACIÓ GALA-DALÍ

Obra de Antoni Pitxot, el gran amigo de Dalí / FUNDACIÓ GALA-DALÍ

Artes

'Tristán e Isolda' y Steve Jobs

El tiempo pasa y queda aquella relación de Dalí con Tristán, y con su amigo Pitxot y sus pintura de piedras, con Steve Jobs de fondo

12 abril, 2020 00:00

Días de 2010

Kavafis está en la cama, a las 9 de la mañana de un día festivo. Está solo, entregado a la evocación de placeres pasados, de calles ahora no reconocibles, de viejos teatros y cafés difuntos, de amores y amigos muertos. De sentimientos. De repente vuelve en sí, se da cuenta de que está en el presente, consulta el reloj y exclama: “Las doce y media. Cómo pasan las horas. / Las doce y media. Cómo pasan los años.” Es el poema Días de 1901.

Como él, esta mañana yo estaba en la cama, recordando. Recordaba que diez años atrás, por estas fechas más o menos, estaba, por la mañana, en la cama, exactamente como hoy, pensando en cuál sería el tema más interesante para el artículo que luego iba a escribir para la revista Tiempo.

Quizá debería comentar el lanzamiento mundial de un nuevo y revolucionario aparato llamado Tablet, con el que Apple amenazaba destruir, o “reinventar”, la industria del libro, las editoriales, las librerías, las imprentas, e incluso a los lectores, y engancharnos a sus estilizados artilugios electrónicos. Pero tenía un tema alternativo pues la víspera había asistido en el Liceo a una representación memorable de Tristán e Isolda.

Hasta que entre Tristán

¿La Tablet o el Tristán? La Tablet era un tema de más actualidad, pero me tentaba más Tristán. Tratar de explicar el encanto misterioso de este mito amoroso tan conmovedor y dar alguna clave de por qué a la audiencia un poco sentimental --como el señor que tenía al lado en la representación del Liceo-- se le escaparon las lágrimas al final del tercer acto, cuando suenan otra vez las notas del tema de Tristán.

Salvador Dalí, uno de los pintores catalanes más relevantes / Creative Commons

Salvador Dalí, uno de los pintores catalanes más relevantes / Creative Commons

Ya que he leído tanto y con tanto placer los escritos de Salvador Dalí, podría explicar, por ejemplo, por qué le gustaba tanto Wagner, y recordar que al final de sus días --aquel amargo final, cuando ya se negaba a alimentarse y vivía en la cama, en permanente penumbra, a consecuencia de la profunda depresión que sufrió al quedarse viudo--, escuchaba incesantemente Tristán e Isolda. Esta ópera era la música de su historia de amor con Gala. Su fiel amigo Antoni Pitxot, una de las pocas personas a las que soportaba, iba cada tarde desde Cadaqués a visitarle en Púbol, y Dalí le pedía que pusiera en el tocadiscos el disco de Tristán e Isolda y le decía: “Quédate hasta que entre Tristán”. O sea, le pedía que estuviese con él, haciéndole compañía, durante más o menos una hora, hasta el momento en que el caballero comparece ante la dama en la cubierta del barco…

Sí, si eligiese el tema del Tristán podría también contar cómo conocí a Dalí y también a Pitxot, y las cosas interesantísimas que me dijeron. Pero yo suponía que lo más propio y periodístico sería escribir sobre la Tablet y su presentación al mundo. Al fin y al cabo Tristán e Isolda es un fenómeno decimonónico, mientras que la Tablet era “el futuro”, según sostenían sus profetas, o por lo menos “el presente”, y mi tarea consistía en presentar explicar preferentemente las novedades de la actualidad.

Steve Jobs y Steve Wozniak, en el garaje del primero, la primera sede de Apple / BI

Steve Jobs y Steve Wozniak, en el garaje del primero, la primera sede de Apple / BI

La camiseta de Jobs

Aunque pensándolo bien, lo más antiguo que había visto últimamente era a Steve Jobs sosteniendo entre sus manos la Tablet como Moisés las tablas de la ley que le ha dado Dios en lo alto de la montaña. El aspecto sombrío de Jobs me parecía terrorífico. El “dispositivo mágico y revolucionario, a un precio increíble”, esa cosa estilizada de cristal y aluminio que venía a sustituir a los libros, desde luego era “bella”, o por lo menos elegante, y tenía un aspecto aerodinámico, liso y futurista. Pero no se podía decir lo mismo de su creador, el presidente de Apple. Me asombraba que un hombre maduro pero que sólo estaba en la cincuentena pareciese, por culpa, pensaba yo, de la moda anticorbatista y camisetera que nos empezaba a afligir, un anciano de esos que vi a montones en Miami, sentados en las verandas de las residencias, mirando pasar la gente: unos sujetos arrugadísimos, tocados con juvenil gorra de baseball y vestidos con tejanos y camisetas, o sea vestidos exactamente igual que sus nietos. Daban un poco de pena, como si los hubieran disfrazado así. Rumiaban sus pesares en silencio, y yo entendí que estaban pidiendo, a gritos silenciosos, una camisa bien planchada y una corbata.

No sabía que Jobs estaba enfermo y que moriría al año siguiente. La camiseta no tenía nada que ver con su mal aspecto.

Y Pitxot, que lo primero que me dijo, en el anochecer en que fui a conocerle en su casa de Es Llané, señalando la bahía de aguas tranquilas y su casa entre cipreses, fue “¿Has visto dónde vivo? En el paraíso”,  falleció cinco años después. Me caía muy bien, tanto que hasta su pintura de piedras acabó gustándome.

Luego desapareció Tiempo, y un montón de cosas y personas, y últimamente hasta las calles y cafés, pero éstos regresarán.

Las doce y media. Cómo pasan las horas.