Pitxot y su amigo
Era muy simpático Antonio Pitxot; le conocí un anochecer en Cadaqués, cuando yo no encontraba su casa, se cerraba el crepúsculo sobre las playas del Llaner, y vi su silueta destacarse de los cipreses e irse acercando por la orilla hacia mí; y cuando lo tuve a mi lado y tras darnos la mano le elogié la belleza del lugar, dijo: ¿Has visto en qué paraíso vivo?
Sí que lo era, especialmente en aquella hora azul virando a negra. De ese paraíso él salía tomando el coche y subiendo el puerto cada tarde, hiciera buen día o tormenta, para visitar a Dalí viudo, enfermo y deprimido, para hacerle compañía en el tétrico dormitorio en penumbra del castillo de Púbol. Eso es ser amigo de verdad. Lo curioso en este caso es que la amistad era heredada de sus respectivos padres: Antonio contaba que tras ganar las oposiciones a notario, Dalí senior hubiera podido instalarse en plazas más distinguidas y mejor remuneradas pero pidió la de Figueras para estar cerca de Pitxot senior, que allí vivía con toda su excéntrica familia de artistas.
De la intensidad de esa amistad heredada es prueba el hecho de que Pitxot tenga una exposición en el teatro-museo de Figueras. Es el único artista permanentemente invitado en el museo de aquel tremendo ególatra que era Dalí. Como los verdaderos y grandes amigos, Pitxot no se cansaba de hablar del difunto Dalí, le encantaba recordarle, y también a su esposa Gala que como rusa supersticiosa que era escribía sus deseos en papelitos que insertaba en los intersticios de las piedras de los bancales o en las paredes de la casa de Pitxot, que luego los encontraba. “Que Dalí se cure”. “Que vuelva a pintar”. Etcétera.
Pitxot era, o parecía, razonablemente feliz. El taller donde pintaba en su casa estaba lleno de piedras, como una cantera: piedras en el suelo, montones de piedras, y piedras en los lienzos. Fue un pintor de piedras
Pitxot era, o parecía, razonablemente feliz. El taller donde pintaba en su casa estaba lleno de piedras, como una cantera: piedras en el suelo, montones de piedras, y piedras en los lienzos. Fue un pintor de piedras, como Saura de cráneos o Ponç de gnomos y diablillos. O Klein de monocromos azules. Pitxot, piedras. Día a día, año tras año, aquellas piedras. Yo miraba aquellos montones de piedras en el suelo y en los lienzos y no supe qué decir, ni siquiera un elogio convencional, que por otra parte él no solicitaba de ninguna manera. Tenía coleccionistas, exponía de vez en cuando aquí y allá y se consideraba un hombre afortunado por haberse dedicado siempre a lo que le gustaba. Un hombre libre.
Le dije que debería escribir unas memorias, pero le daba mucha pereza y además en el fondo era discreto y sabía que tendría que callarse muchas cosas; pero se prestó a charlar largo y tendido con Fernando Huici, de donde salió un libro de conversaciones y recuerdos, muy bien conducidos por éste, titulado Sobre Dalí y publicado poco antes de la muerte de Pitxot si no recuerdo mal. Allí habla de “este país, este clima, esta soledad, estos límites, estas rocas recortadas, que no hay ‘sfumature’, que todo es concreto, todo es tangible... Entonces pinté algunos paisajes con este sentimiento y ya pasé a recoger alguna piedra y a ponerla en mi taller... Desde entonces, no he hecho otra cosa que ir evolucionando con estas especulaciones más o menos categóricas”.
Me gustaría ver a Antonio Pitxot. Cerca de aquella playa, de aquel ciprés. Ya sé que es imposible. Pero acaba de inaugurarse una exposición sobre su obra en el museo de Bellas Artes de Tournai, en el sur de Francia, y podría visitarla. Quizá vaya, si encuentro quien quiera acompañarme. Tengo el coche en el taller pero, bueno, no tardarán en repararlo.