Por los tiempos de Enric Galwey
Debido a nuestro parecido físico, a veces me confunden con mi hermano Xavier, de manera que se ha convertido para mí en una grata costumbre que algún desconocido me aborde en la calle llamándome por su nombre y me felicite por sus contundentes y documentados artículos en El País. Yo suelo agradecer esos cumplidos que, le aseguro con unción y modestia, no merezco.
Xavier vive un poco en todas partes pero sobre todo en La Garriga, donde, con otros aficionados a la pintura de Galwey, ha organizado en la sala municipal la primera exposición en mucho, mucho, mucho tiempo dedicada a este amable pintor barcelonés (1864-1931) que vivió en la citada localidad del Vallés Oriental, famosa por su patrimonio arquitectónico modernista: no es raro ver en el paseo a algún japonés sacando fotos de las imponentes villas donde los burgueses prósperos de la revolución industrial veraneaban con su numerosa prole y su aún más numeroso servicio doméstico. Como el clima y las aguas son muy saludables y los tiempos han cambiado, ahora las más fastuosas de aquellas mansiones sirven como residencias de ancianos. Dicho sea de paso. Sin ningún motivo especial. A beneficio de inventario.
En el MNAC, que ha prestado varios óleos para la exposición de La Garriga, puede verse algún paisaje de Galwey, cuyo atractivo y potencia estética y radiación emocional me abstengo de calificar pues, como ya expuse aquí la semana pasada, la écfrasis --el talento para describir con palabras las obras de arte-- está reservada a muy pocos, no es lo mío, me resulta frustrante. Pero diré que Galwey fue un buen, un honesto pleinairista, dotado de sólida formación académica e inspirada sensibilidad ante la belleza de la naturaleza de su tiempo. A mí no me disgustaría poseer algunos de esos paisajes. O incluso vivir en ellos. O mejor aún, entrar en ellos, darme un paseo y regresar a casa a la hora de la merienda.
A mí no me disgustaría poseer algunos de esos paisajes de Galwey. O incluso vivir en ellos. O mejor aún, entrar en ellos, darme un paseo y regresar a casa a la hora de la merienda
Recomiendo la visita. Y también recomiendo, a los editores de esas pequeñas y exquisitas editoriales catalanas que brotan como las setas, que exhumen las memorias de Galwey, publicadas en 1934 bajo el título 'El que he vist a can Parés en els darrers quaranta anys'.
Es un librito civilizado, muy entretenido, bien escrito, sin grandes pretensiones, sensato y discreto y sensible como su pintura. Lleno de anécdotas deliciosas y sin malicia sobre Joaquín Vayreda, Modest Urgell ("¡El Böcklin catalán!", definió Dalí a este pintor de cementerios y senderos encharcados del Ampurdán en horas crepusculares) y los pintores de una época en que la Sala Parés era "la única chispa espiritual de la que disfrutaba Barcelona, porque estaba huérfana de museos oficiales".
Lo que Galwey aprendió durante los ocho años que pasó en Olot pintando con Vayreda lo aplicó luego a los paisajes de La Garriga, que en su opinión no tenían nada que envidarles. Con qué emoción y temblor recuerda, en estas memorias escritas poco antes de fallecer, aquellos escenarios naturales a los que dedicó su vida de artista: "¡Llovía tanto en Olot, entonces! Cada día, de doce a dos, había una tempestad que regaba la comarca durante más de dos meses; se apagaba a finales de agosto, para volver en octubre con levantes que duraban más de quince días, y excuso decir que la naturaleza ganaba mucho, porque en septiembre ya se matizaban aquellas matas tan espesas de robles, con finuras otoñales exquisitas, y esto enmarcado en cielos de una colosal belleza de color, que es imposible describir: los paisajes más espléndidos que uno pueda imaginar. ¡Quién ha visto Olot del 85 al 95, y lo ve ahora! Qué angustia da ver cómo cada año faltan en la comarca grandes bosques talados en invierno...".
Los años "del 85 al 95" son los del siglo XIX, claro.
No son cosas menores, éstas. Estas exposiciones, estos libros, estas tormentas de veranos pasados. Quizás sean las mayores.