Trapiello y el libro de las mejores horas
El escritor leonés deslumbra con una honda meditación moral sobre el paso del tiempo en el dietario ‘Éramos otros’, la vigesimocuarta entrega de su confesional ‘Salón de pasos perdidos’
19 mayo, 2023 18:41Los libros profundos suelen ser sencillos. Igual que los buenos poemas, dicen todo con las palabras necesarias y ni una más. En encontrar las justas y precisas para tal fin consiste su secreto. Es la simpleza la que los convierte en perfectos. Los excesos, tan frecuentes cuando se persigue dar la apariencia de ambición, son las celadas en las que naufragan. De los diarios de Andrés Trapiello, esa novela en marcha que es el Salón de los pasos perdidos, suele elogiarse su extensión y también su pretensión: un proyecto descomunal, incomparable con la mayoría de la narrativa contemporánea en español, una empresa a la altura de los clásicos.
Algo de todo esto, por supuesto, hay en estas confesiones recreadas en primera persona, donde el escritor leonés nos cuenta a todos mientras se cuenta a sí mismo. Entre la selecta minoría (el número, dijo Borges acerca de la democracia, sólo es un abuso de la estadística) que profesa devoción por estos lances capaces de fundar su propio calendario, y con los que Trapiello hace girar la veleta de sus días –el tornillo de Arquímedes, lo llama en su discreto prólogo– causan una curiosidad, que en el fondo es malevolencia, los episodios y puyas que dedica a figuras, personajes, costumbres y rituales del gremio de las letras oficiales, al que siempre le costó mucho entender el verso suelto que representa el escritor leonés.
Rara vez, sin embargo, se destaca la honda condición moral –dicho sea en el sentido tradicional del término– de su empeño, que es el que hace de estos cuadernos de bitácora un paisaje particular, con sus cambios de estaciones, su fauna y los aires siempre cambiantes, sobre la fugacidad humana. La atmósfera está latente desde la primera entrega –El gato encerrado (Pretextos, 1990)– y, como el agua de los ríos, sube o desciende de nivel según sean las lluvias o las circunstancias.
En la última entrega de la serie –Éramos otros (Ediciones del Arrabal, 2023)– el caudal crece. En las casi quinientas páginas que protege la imagen desdibujada de un velero errante, acaso el Pequod, lo que encontramos, además de un libro magnífico y perdurable, hecho a la manera de JRJ, vestido sobriamente de domingo en día laborable, es una meditación sobre el tiempo. La mirada (unamuniana) arropada con los ropajes de la mejor poesía, que es el género que explica a Trapiello y al que él, a su vez y a su manera, ya rindió un hermosísimo homenaje íntimo en La fuente del encanto (Vandalia).
El libro está concebido como si fuera a ser eterno. Terminará siéndolo, aunque su datación temporal –las experiencias, viajes y episodios corresponden al año 2010– se torne subjetiva y, en determinados pasajes, anuncie una suerte de crepúsculo senequista, equivalente al de los grandes sabios latinos. El hombre que escribe (reescribe, en realidad) estos diarios es feliz. No ha hecho del tener su meta vital, sino que ha preferido esmerarse, incluso obstinarse, en ser. ¿Quién exactamente? Cabe resumirlo mediante una variación sobre la infalible y misteriosa fórmula evangélica: el que ahora es, que es (y no es) el mismo que en su día fue.
“El pasado y el presente se acaban confundiendo (…) Cuesta bastante reconocerse en el que fuimos. Incluso en las fotos antiguas no pisa uno con pie firme, y dudas hasta de tu propia sombra. (…) Dentro de cien años, si alguien mirara esas fotos, algunos se habrán o nos habremos evaporado (…) Pero no hay que entristecerse, que algo diremos cuando estemos muertos (…) cuando nos hayamos ido, la vida seguirá hablando por nosotros”.
Trapiello escribe sobre esa experiencia, compartida e universal, de no reconocerse en lo que éramos. Una sensación que, igual que la muerte, causa una infinita perplejidad porque si somos lo que somos –y como somos– es sólo porque fuimos lo que fuimos. De poder modificar un párrafo o un renglón de nuestra biografía, anhelo imposible éste de enmendar las erratas del pretérito, caeríamos en la cuenta de la trampa de la causalidad: si corregimos el pasado lejano perdemos de inmediato el cercano y, por tanto, alteramos sin remedio nuestro presente.
La vida, el asunto último de estos cuadernos, es un borrador que, a medida que nuestras horas se consumen, se convierte en definitivo. Y está bien que así sea, porque la realidad no es ideal, sino una singladura de cabotaje por una costa irregular y caprichosa.
“El desorden, cuando es natural, siempre es armónico. Como las piedras del camino. Tropiezas con alguna y se mueve, pero siempre queda bien colocada, del lado correcto. La buena prosa no es más que esa piedra. La perfección en las piedras no existe”.
Acaso la mejor manera de contar lo que somos –para así no dejar de serlo– sea asumir que la vida no es un folio en blanco, sino un ensayo como Las armas y las letras, ese libro que Trapiello no ha dejado de ampliar y donde las anotaciones ocupan ya más espacio que la pieza principal. El paso del tiempo puede ser motivo de angustia, pero en Éramos otros lo que se respira es una bella nostalgia anticipada: quien escribe sabe que una parte de su identidad personal, su memoria, hecha de vivencias, se perderá sin remedio; otra, sin embargo, perdurará más tiempo, hasta que nos extingamos o sea deformada por el recuerdo ajeno.
Al comenzar su Salón, que parece el mapa de las galerías imaginarias de Everness, el poema de Borges –“Y todo es una parte del diverso / cristal de esa memoria, el universo; / no tienen fin sus arduos corredores / y las puertas se cierran a tu paso”, Trapiello decidió dejar huella escrita de su tránsito por las habitaciones de la vida. Cada entrega de su novela en marcha es una estancia cumplida. La suma de todas es la cordada que le ayuda a escalar la montaña: “Lo principal es permanecer fiel a nosotros mismos, sobre todo después de muertos”.
Su escritura, dotada de una envidiable naturalidad, con una expresividad terrestre que nos devuelve a las cosas más concretas y sencillas de la tierra –en su caso, el capricho extremeño de Las Viñas; la fugacidad del Rastro; el balcón sonámbulo de Conde de Xiquena en Madrid–, está hecha durante las mejores horas de su día.
Al ser vertidas en estos diarios se mantienen, si no inmaculadas o blancas, ahuesadas, salvándose del desgaste del tiempo amarillo. Ésta es su manera de aproximarse a la Eternidad: escribir para conjurar la huida de los días perdidos antes de que todos nos convirtamos en la ceniza que seremos
Éramos otros es una oración (prosaica) camuflada bajo una sucesión de episodios, instantes y vivencias. Hay de todo: una estampa familiar, un libro viejo, un viaje en tren a Barcelona, un lamento sobre la manipulación interesada de la Historia. Tras haber recorrido las esquinas de calles diminutas o lugares sin importancia, Trapiello nos introduce hasta el corazón de su casa (el padre que se fue; el padre que persiste) mediante escenas cargadas de auténtica emoción, que es la que te hace temblar por dentro sin derramar lágrimas. En silencio.
Si en era Quasi una fantasía (Ediciones del Arrabal, 2021) la entrega anterior, la magia de reconocer uno de esos instantes de dicha aparecía cuando usaba la cazadora de su suegro –“El padre de M. murió hace años, pero cuando me pongo su tabardo me acuerdo de él, me digo: yo ahora estoy dentro de los mejores días de aquel hombre, en los que acaso fue más feliz, lejos y a solas, y ese recuerdo no sólo me protege del frío de la muerte, sino que me calienta por dentro”–, aquí está en la shakespereana frase de un gitano del Rastro –“eso no vale ni las uñas de un muerto”– o en la luminosa mañana en la que el escritor se descubre a sí mismo, asombrado, haciendo el gesto (involuntario) de persignarse antes de salir a la calle.
“Lo primero que hacía mi madre al salir de casa tan temprano era santiguarse. También lo hacía mi padre cuando emprendía un viaje (…) En todos los casos la señal de la cruz era una especie de escudo contra las adversidades, como si de ese modo nos protegiéramos de un mundo lleno de enemigos y asechanzas (…) Todos cuantos vivieron tales prácticas ya han muerto (..) Es un breve e intenso viaje para estar con los muertos de la familia, y con nuestra niñez, y con aquel frío tremendo que luego no ha vuelto uno a sentir en ninguna otra parte”.
Trapiello no escribe diarios. Escribe la vida tal cual sucede. Quien la ha vivido, lo sabe.