Letra Clásica
Trapiello y los lances de Madrid
El escritor entrevera su vida con la historia de la capital de España en un ensayo que es, al mismo tiempo, una confesión, una crónica histórica y una guía cultural
23 octubre, 2020 00:10Borges escribió de Quevedo que, como Joyce, Goethe, Shakespeare o Dante, “era menos un hombre que una dilatada literatura”. Es decir, un adjetivo literario perdurable, con significación propia. Absolutamente libre y distinto. Algo similar le sucede a Andrés Trapiello (Manzaneda de Torío, 1953), probablemente el dueño de la mejor prosa en español de nuestro tiempo, firmemente anclada en nuestra tradición literaria y, justo por eso, inteligentemente innovadora en un contexto general de estolidez cultural. La modernidad, en contra de lo que se piensa, es una cosa antigua. Ancestral.
La carrera del escritor leonés en el mundo de las letras ha prolongado con indudable talento la herencia (deleitosa) de los mejores autores del pasado siglo bajo las formas del ensayo, la narrativa, el articulismo y la poesía, siempre al amparo de los grandes maestros: Cervantes, Juan Ramón Jiménez, Baroja, Azorín o Galdós. En estrictos términos editoriales, su éxito ha sido más bien irregular –la vida no es una línea recta y las suertes de la literatura son diosas caprichosas– pero no por eso su camino se ha alterado, manteniéndose siempre constante y fecundo. Sólido hasta alcanzar, con la fuerza de la voluntad y la disciplina de un artesano, el ansiado lugar que intuimos que siempre deseó: el de un escritor que es –en vida– un clásico español contemporáneo.
El escritor Andrés Trapiello / YOLANDA CARDO
No le ha hecho falta a Trapiello para lograrlo arrimarse al cobijo de una generación, ese artificio (des)comunal. Siempre ha caminado a pie y solo. Preferentemente por Madrid, la ciudad plebeya que le adoptó a finales de los años setenta, cuando, huyendo de la familia y la provincia (a la que regresaría en su madurez), cogió un tren con su hermano y se plantó en la Plaza de España en busca del gran amor de su vida, fruto de su invención. Como la realidad siempre es más poderosa que el deseo, aquel affaire juvenil (con su prima, a lo Vargas Llosa) quedó pronto desdibujado y se impuso la evidencia: la vida lo arrastró, con algunos desvíos, al infinito dédalo de las calles de Madrid, en busca de la supervivencia –como la novela de Baroja– y lo sumergió en lo que él llama la malandanza.
Imagen de la Puerta del Sol (1855)
De esta materia seminal, la que da forma a las experiencias, trata Madrid (Destino), un ensayo prometeico y descomunal ydedicado a contar el alma fugaz de la capital de España, una ciudad sine nobilitate cuya máxima virtud es el prosaísmo. Borges censuraba a Quevedo que, a pesar de su grandioso estilo, no fue capaz de crear ningún personaje memorablemente humano –El Buscón es un arquetipo de la picaresca–, pero a Trapiello no cabe aplicársele idéntica apreciación porque, como personaje capital, el escritor leonés se tiene a sí mismo y, en segundo lugar, a los escritores que ha leído con verdadera devoción.
Vista de Madrid (1855) / ALFRED GUESDONl
Con lo primero –una biografía selectiva– y lo segundo –el espíritu de las criaturas de Cervantes, Galdós y Baroja– Trapiello ha trazado su visión personal sobre Madrid, cuyos antecedentes son su enciclopédico libro dedicado al Rastro, pasajes de sus novelas –El buque fantasma– y el ensayo que, con 41 años, cuando el sueño de vivir de la literatura parecía una quimera, le situó por delante de sus iguales (que dejaron en ese momento de serlo): Las armas y las letras, rejuvenecido un cuarto de siglo después en una edición hermosísima, también en la colección Imago Mundi de Destino, que sienta una especie de canon propio.
Edificio de La Equitativa, Madrid (1906)
Los libros de Trapiello no son únicamente libros. Son acontecimientos. Madrid lo demuestra: en sus páginas, embellecidas con un archivo gráfico envidiable donde conviven objetos personales y paisajes de la memoria colectiva, comparten espacio, entreverados, el relato de iniciación de una vida –la suya–, la confesión personal (incluyendo fragilidades y episodios críticos), la crónica cultural de tiempos dispares, un tratado histórico y una guía urbana. Todos entrecruzados en un orden natural –metáfora artificial del desorden vital de cualquier existencia– que, por acumulación, nos ofrecen un caleidoscopio de una ciudad más vivida que contemplada. Real, no imaginaria.
Andrés Trapiello y su mujer, Miriam Moreno Aguirre, en 1983 en su casa de Conde de Xiquena / JOSÉ LUIS JOVER
El punto de vista elegido por Trapiello –contar Madrid igual que le cuentas tu vida allí donde ha transcurrido a un amigo, mezclando descripciones con decepciones, superponiendo distintos planos sensoriales– es un acierto porque arrastra al lector hasta el final del libro con el encantamiento de los viejos narradores de historias, que contaban la existencia de todos a través de sí mismos, sin caer en el narcisismo (ese pecado de la primera persona) más de lo necesario ni hurtar al lector las sombras de una ciudad que no es bella, ni ejemplar, pero que, al estar hecha con despojos propios y ajenos, triunfos y fracasos, suertes y desgracias, incertidumbres y convicciones, queda retratada en su estado esencial: el cambio permanente, la desmoralización cotidiana o la desinteresada hospitalidad de los que no pertenecen a ningún sitio, salvo aquel que pisan.
Grabado del rastro de Madrid (1859)
Trapiello alza el telón de este espectáculo (colectivo) con su excelente prosa de anticuario, capaz, igual que un objeto del Rastro, de transmitir la magia de las vidas ajenas a sus nuevos dueños, estableciendo así una secreta continuidad –una permanencia– entre el pasado y el presente. El relato principal, donde los encantos de Madrid van relevándose con la crónica de distintas horas –el pretérito árabe, la desaparecida capital de los Austrias, la ciudad romántica, la corte borbónica, el universo galdosiano que encarna Fortunata–, se completa con una galería de estampas y caprichos que, igual que sucede en el escaparate de un comercio, muestran meandros particulares del río principal, donde se mezclan las aguas de la vida del escritor y la corriente fecunda de épocas, amigos, monumentos, paisajes y paisanajes, todos ellos combinados con suma naturalidad.
Vista del Edificio de la Telefónica en la Gran Vía
El Madrid de Trapiello es una ciudad donde el ideal queda desmentido por su reverso –el spleen de Baudelaire– que, a fuerza de querer ser siempre otra cosa distinta, termina mostrándose como el domicilio de la vida trivial, que es la única que existe. En las páginas de este ensayo se oyen claramente las voces de Cervantes, Larra, JRJ, Baroja, Cansinos-Assens o Galdós, cuyo Madrid –según Trapiello– es el que mejor ha resistido el paso del tiempo. También aparecen muchas de sus antítesis –el retrato desmitificador de Umbral es impagable– y la evolución íntima (y familiar) del escritor, que relata, con una franqueza ejemplar, sus años como militante maoísta adolescente, después famélico vendedor de libros puerta a puerta, los extraños instantes de la Movida, la constante indiferencia de las camarillas literarias, las noches en blanco sin saber qué hacer para ganarse la vida, los pozos solitarios de su particular Edad Media, los incomprendidos proyectos editoriales, y la crisis personal (escenificada en los pasajes que se desarrollan en el desaparecido Museo del Romanticismo) que le hizo descubrir que su sendero como escritor debía inspirarse en la tradición porque, sólo de esta forma, lograría alcanzar el punto exacto de resistencia (una forma de permanencia) que poseen los verdaderos referentes literarios.
Cinco años –los mismos que Cervantes estuvo preso en Argel– le ha costado a Trapiello, retirado en su torre alta de Conde de Xiquena, o en Las Viñas, su capricho extremeño, enhebrar sobre el mítico plano de Texeira los relatos y paisajes, unos en blanco y negro, otros a color, muchos en gris ceniza, todos sinceros, que dan forma al laberinto de su Madrid. Podemos decir que ha logrado salir airoso del cautiverio y, sin tener que pagar fianza a nadie, ganar en buena lid la ardua batalla de retratar (para siempre) a la capital de todos los lances y todas las suertes.