Andrew Mountbatten-Windsor, el príncipe Andrés de Inglaterra, en una imagen de archivo
Ni príncipe, ni duque, ni nada
Hace tiempo que el hijo menor de la difunta reina Isabel II anda caído en desgracia, pero esta semana, su propio hermano mayor, el rey Carlos III, le ha propinado la estocada definitiva. Dado que lo de su amistad con el fallecido pedófilo norteamericano Jeffrey Epstein no se va aclarando precisamente a su favor, su hermano Charlie (El Orejas, para los amigos) ha decidido prescindir de su molesta compañía retirándole todos sus títulos nobiliarios, convirtiéndolo en un ciudadano de (casi) a pie, y desalojándolo de su residencia habitual, la Royal Lodge, propiedad de los reyes de Inglaterra por la que pagaba mensualmente la cantidad simbólica de una libra (Charlie, eso sí, le ha buscado una mansión a tomar por saco del palacio de Buckingham para que se dedique a lo que sea menos, a poder ser, encamarse con menores de edad).
Los Windsor ya tuvieron que pechar en su momento con la pesada de Lady Di, que un poco más y se lleva la monarquía por delante, como nuestro Emérito unos años después. Es comprensible, pues, que, para salvaguardar su rancia y anacrónica institución, no estén dispuestos a aguantar a más atorrantes. Aunque se trate del hermano liante, comisionista y menorero sexual de su Majestad, a la que le ha costado décadas de espera alcanzar su objetivo. Motivo por el cual no le va a venir ahora el ganso de Andy a amargarle la vida (para eso ya tiene un cáncer).
De hecho, la gota que ha hecho rebosar la copa de la paciencia real ha sido la publicación de las memorias de Virginia Giuffre, la menor norteamericana que Epstein le presentó a Andy hace unos años, y de la que éste se sirvió a placer. Hundiéndole la vida, de paso: la señora Giuffre se suicidó días antes de la aparición de su libro, en el cual el hermano pequeño del rey Carlos III aparece retratado a una luz no muy favorecedora.
Andrew Mountbatten-Windsor no es el único en sufrir las consecuencias de su amistad con Jeffrey Epstein. Su exmujer, Sarah Ferguson, exduquesa de York (o de Pork, según algunos británicos alérgicos a la monarquía), se había colocado bastante bien como autora de libros infantiles y tertuliana en diversos programas de televisión, pero ha acabado pringando también por su relación con Epstein, a quien pegó algunos sablazos en el pasado (su editorial y sus canales de televisión han prescindido ya de sus servicios).
Para colmo de males, se ha descubierto una carta de Sarah a su Jeffrey en la que se disculpa por haberle abandonado en cuanto cayó en desgracia, pero asegurándole que sigue queriéndolo mucho y que le agradece enormemente esos préstamos que tan bien le vinieron y que, probablemente, nunca devolvió.
Los actuales monarcas son conscientes de que lo suyo es un anacronismo carente de justificación. Por eso van con pies de plomo e intentan guardar un perfil bajo (como los nuestros). Dependen, como la Blanche Dubois de Un tranvía llamado deseo, de la amabilidad de los extraños. Y si hay que sacrificar a un pariente metepatas, se le sacrifica, aunque se trate de tu hermano.
O de tu padre. ¿Verdad, Felipe?