Bryan Ferry, cantante de Roxy Music, en una imagen de archivo
¡Cumpleaños feliz!
Espero que me disculpen por utilizar este espacio para felicitarle el cumpleaños a uno de los músicos pop que más feliz me ha hecho en mi adolescencia y madurez, el inglés Bryan Ferry (Washington, condado de Durham, 1945), al que el pasado viernes le cayeron 80 añitos.
Me encantaría poder decir que el hombre se mantiene en plena forma creativa, pero me temo que no sería cierto del todo. La verdad es que, como me comentó su amigo y miembro de su grupo de los 70, Roxy Music, el guitarrista Phil Manzanera (cuyas memorias tuve el placer de traducir para la editorial Efe Eme), el hombre da bastante la impresión de haber perdido la inspiración y la voz, reducida a un susurro que se quiebra ante las notas más altas.
En su último disco, Loose Talk, ya ni canta. Grabado a medias con la artista conceptual y poeta Amelia Barrat, se trata de un álbum de spoken word en el que la buena de Amelia recita sus pensamientos profundos sobre unos fondos musicales que Ferry ha extraído de sus archivos de ideas para canciones y cosas a medio componer, algunas de las cuales se remontan a principios de los años 70. No te has matado, Bryan, pensé cuando lo escuché y me dediqué a combatir el sopor y el aburrimiento como buenamente pude.
También es verdad que no se le puede exigir demasiado a un octogenario que dio lo mejor de su mismo hace 50 años. La música pop, no lo olvidemos, es un privilegio de los jóvenes, y nuestro hombre, tanto al frente de Roxy Music como en solitario, ha compuesto un montón de canciones memorables.
El primer disco del grupo, en 1972, me voló literalmente la cabeza. Aquel pop retro futurista, enriquecido por la presencia de Brian Eno, que dejaría a Roxy tras el segundo álbum, For your pleasure, era lo más nuevo y moderno que uno hubiese escuchado hasta entonces. Y entre los ruidos de Eno, la guitarra de Manzanera y el saxo de Andy Mackay, sumados a la voz de un cantante que parecía estar homenajeando a Elvis (o burlándose de él), las primeras dos entregas de Roxy me resultaron fascinantes.
Ya sin Eno, siguieron tres discos más, Stranded, Country Life y Siren, en los que Ferry dejó bien claro quién era el jefe, y que incluyen piezas de tanto mérito como Mother of Pearl, A song for Europe o Both ends burning. Luego vino la (primera) separación, interesantes discos en solitario de Ferry (y de Manzanera y Mackay) y la reagrupación con Manifesto, Flesh and blood y Avalon, con el que por fin entraron en el mercado norteamericano, que se les había mostrado esquivo al respecto.
En vez de aprovechar el tirón, Roxy volvió a disolverse para reencontrarse en los escenarios de manera esporádica, culminando la cosa en una pequeña gira de despedida, que se saltó la Europa continental, para conmemorar el 50 aniversario de su primer y más brillante elepé.
Durante los últimos años, el señor Ferry, falto de ideas, se ha dedicado a publicar discos en directo de hace décadas, nuevas versiones de sus viejos temas (brillante el tratamiento Weimar en Bitter Sweet) y, ahora, tabarras de spoken word (de ahí solo sale ilesa Laurie Anderson) con su amiga Amelia (hay en marcha una continuación de Loose Talk). Me parece bien y no la voy a tomar con él: fue, junto a David Bowie, el músico británico más interesante de los 70 (para mí), y así me gusta recordarlo ahora que se ha convertido en octogenario.