Pablo González Yagüe
El espía que nos timó
Casa con dos puertas, mala de guardar, sostiene el refrán. De la misma manera, yo diría que personas con dos nombres, gente de poco fiar. Fijémonos en el supuesto periodista Pavel Alekseyevich Rubtsov (Moscú, 1982), también conocido como Pablo González Yagüe, hijo de ruso y española que llevó el primer nombre durante su infancia en Rusia y el segundo a partir de los siete años, cuando su madre se separó de su padre y se volvió al País Vasco. Como ustedes recordarán, Pablo/Pavel fue detenido hace un par de años en Polonia por espiar presuntamente para Vladímir Putin, y el hombre se esforzó, con bastante éxito, en presentarse como un mártir de la libertad de expresión que había sido injustamente perseguido por la justicia polaca, a la que se acusaba no muy veladamente de facha.
En España hubo bastante gente que se tragó lo de la represión polaca sobre nuestro inocente compatriota (que no acababa de serlo del todo). Hubo manifestaciones a su favor, declaraciones indignadas y rimbombantes de asociaciones de la prensa y todo tipo de muestras de solidaridad hacia una presunta víctima del facherío polaco (que existir, existe, hay que reconocerlo). Toda esa entrega al presunto puteado por las fuerzas reaccionarias de ese país de meapilas que nos dio a Lech Wałęsa y el papa Wojtyla se materializó sin esperar a cerciorarnos de la inocencia del señor González (o Rubtsov, según se mire). Y cuando el hombre se benefició de un intercambio de prisioneros entre Polonia y Rusia, se nos quedó a todos una prodigiosa cara de tonto, pues resultó que, efectivamente, el supuesto campeón de la libertad de expresión ruso-español era un espía a las órdenes de Vladimir Vladimirovich Putin, como quedó clarísimo con la cálida bienvenida que el sátrapa genocida le dispensó en Moscú a su regreso a la Casa Rusia.
De hecho, no hay nada que reprocharle al bueno de Pablito. El hizo de espía y se dedicó a engañar a todo el mundo a ver qué pillaba. Un espía es alguien que abusa de la confianza de los demás en aras de un supuesto bien mayor, que para nuestro hombre es la Rusia de Putin (y de sus entretelas). En peor posición quedan quienes se tragaron sus patrañas, se metieron donde no los llamaban y se apuntaron a la defensa numantina de un sujeto que no la merecía. La culpa aquí no es de quien engaña (ya que en ello reside la gracia de su discutible oficio), sino de quien se deja engañar porque lo desea y lo necesita para autoconvencerse de que transita por el camino del bien y del progresismo.
Ojalá estemos todos un poco más atentos ante el próximo mangante internacional, pero tampoco hay que hacerse muchas ilusiones al respecto.