El arzobispo de Barcelona, Juan José Omella   /EP

El arzobispo de Barcelona, Juan José Omella /EP

Examen a los protagonistas

Cardenal Juan José Omella

28 febrero, 2024 00:00

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El notable patrimonio inmobiliario de la Iglesia representa, al tiempo, una seña de identidad para la institución y una oportunidad para financiar la indudable y, en ocasiones, poco apreciada labor social que realiza en apoyo de los más desfavorecidos. Sin embargo, este planteamiento no debe confundir a los encargados de la gestión de estos activos sobre el papel de la Iglesia. Algo que parece palpable que ha sucedido en el caso del Arzobispado de Barcelona, con el cardenal Juan José Omella a la cabeza. En ningún caso la Iglesia debe actuar como si fuera un agresivo fondo del sector o una empresa cotizada en busca de los mayores beneficios posibles.

No cabe poner en duda, en un sistema capitalista y una economía de mercado como las del mundo occidental, que las empresas tienen como principal cometido ser rentables y ganar dinero para compensar el esfuerzo de sus socios.

Pero, al contrario de estos casos, el Arzobispado de Barcelona no tiene accionistas; su respaldo son los fieles y aquellos ciudadanos que con sus aportaciones voluntarias contribuyen a que la Iglesia pueda llevar a cabo su labor social

Tan negativo sería una gestión irresponsable del patrimonio inmobiliario olvidándose por completo de los números, lo que llevaría a su deterioro y, por lo tanto, a que dejara de ser una fuente de ingresos para financiar obras sociales, como una actuación que emule al más agresivo de los "tiburones" o los "buitres" de este segmento.

La trayectoria de las entidades civiles sin ánimo de lucro, entre ellas las Fundaciones, demuestran que es compatible (y al mismo tiempo, obligatoria) una gestión eficiente de los recursos con el ejercicio de la caridad y el buen hacer social. En estos casos, no se trata de ganar dinero sino de generarlo de manera sostenible y reinvertirlo siempre en el objeto social de la entidad. 

De otra forma, se enriquecerá el patrimonio pero, en la misma proporción, se empobrecerán la imagen y la credibilidad de una institución como la Iglesia, cuya labor con los más desfavorecidos resulta en numerosas ocasiones fundamental para llegar a rincones donde no alcanza la sociedad civil. Y perjudicará, además de a los necesitados, a cientos de miles de personas que sacrifican su tiempo y esfuerzo para hacer llegar esa ayuda de la mejor forma posible y que lo dan todo a cambio de nada.