Nicolas Sarkozy
Andaba yo este verano por el sur de Francia, gorroneando en la segunda residencia en las Landas de mis viejos amigos parisinos Thomas y Sophie, cuando se me ocurrió entrar en una librería (cosa que hago con frecuencia) y me di de bruces con el último esfuerzo literario de Nicolas Sarkozy, Le temps des combats. Sé que hay experiencias más desagradables, pues hace unos días, al salir de casa, un poco más y me estrello contra Artur Mas, que no me miró muy bien, pero les aseguro que el careto de Sarkozy en la portada de un libro no es algo que a uno le apetezca ver cuando anda buscando algún polar con el que entretenerse en período estival. Mi anfitriona, que lo detesta mucho más que yo porque lo ha sufrido en sus carnes, me preguntó sarcásticamente a qué esperaba para hacerme ipso facto con Le temps des combats. Y a continuación, me recordó una frase de Sarkozy que la sacaba especialmente de quicio: “El hombre que a los cincuenta años no tiene un Rolex ha fracasado en la vida”. O sea, un Patek Philippe, vaya y pase, pero un Rolex…¡Hace falta ser gañán!
Hace tiempo que el gañán en cuestión tiene problemas con la justicia, que ya acumula contra él dos condenas de prisión por financiación ilegal y corrupción, cuya aplicación está suspendida de momento por las apelaciones del interesado. Para el 2025 le espera otro proceso por el dinero que, presuntamente, recibió de Libia para sufragar una campaña electoral. Y, mientras tanto, dos jueces de instrucción le plantean una tercera amenaza por haber obligado, teóricamente, a un testigo a cambiar su versión de los hechos para quitarle de encima otro de sus marrones político-financieros. Realmente, el título Le temps des combats resulta de lo más adecuado, pues nuestro hombre tiene por delante una serie de desencuentros con la justicia asaz notables e indudablemente molestos.
Eso sí, el hombre es un maestro en hacer como que todo eso no va con él, y aún conserva cierta popularidad entre sus fans (no incluyo entre ellos a aquel ciudadano que se metió con él y recibió como respuesta la humillante y nada diplomática frase Casse toi, pauvre con (Lárgate, pobre imbécil). Sarkozy sigue recorriendo el territorio francés embutido en sus zapatos con alzas y proyectando los pies hacia los lados al andar, como si fuera el pato Donald. Fuera de su país, apenas nos enteramos de sus actividades, y yo, francamente, echo de menos aquellos tiempos en los que se las tenía a diario con su némesis particular, Dominique de Villepin, un tipo aristocrático, alto, rubio, rico y con una hija modelo en Nueva York que ponía de los nervios a nuestro héroe, ese húngaro bajito y algo renegrido marcado por todas las obsesiones de eso que los anglosajones definen como un overachiever.
Nicolas Sarkozy (París, 1955) pasó toda su carrera política intentando parecer más alto de lo que era, en todos los sentidos. Cuando lo plantó la parienta, la sustituyó por Carla Bruni, inmejorable ejemplo de Trophy wife. Cuando lo descabalgaron de la presidencia, siguió dando la chapa y dándose aires de grandeza y publicando libros que ofrecían la mejor versión de sí mismo. Ahora, como pude comprobar en una librería del sur de Francia, le ha llegado la hora de los combates. Que no le pase nada.