Más vale tarde que nunca
Ponerse a trabajar a los 73 años, cuando los de tu quinta llevan ya un tiempo disfrutando de la jubilación, tiene su mérito, pero es muy poco común, tan poco que parece estar reservado a los miembros de familias reales cuyos progenitores se revelan extraordinariamente longevos. Fijémonos en el nuevo rey de Inglaterra, Carlos III, también conocido como Charlie o El Orejas, al que vemos voluntarioso y algo dubitativo en sus discursos del inicio de su vida laboral, como si no estuviese del todo seguro de que su madre, Isabel II, haya pasado realmente a mejor vida y temiera que la anciana se materializara en cualquier momento para recuperar el trono y mandarlo a casa de una colleja. Su momento, finalmente, ha llegado porque todo llega en esta vida, aunque frecuentemente, como sostenía Andy Warhol, cuando ya no te hace ninguna ilusión.
En cualquier caso, es muy posible que la larga espera le acabe saliendo a cuenta. Si Isabel II llega a diñarla poco después de Lady Di, a Carlos III no se le habría recibido en su país con los brazos abiertos. Y a su amante y luego esposa y ahora reina consorte, Camilla Parker Bowles, aún menos. Como todos recordamos, hace 25 años, los Windsor pasaban por uno de sus peores momentos a causa del trato infligido a la ilusa Diana Spencer, aquella pobre infeliz que, a su edad, aún creía en los cuentos de hadas.
En aquella época, la reina era acusada de ser una estirada carente de empatía, el entonces príncipe de Gales era visto como un adúltero lascivo con vocación de compresa humana y la señora Parkes Bowles era, directamente, una bruja mala. En la actualidad, los británicos (e Isabel Díaz Ayuso) lloran a la reina muerta (a la que ya no percibían como la vieja displicente e inhumana que se supone que había sido), se hacen a la idea de que el eterno príncipe de Gales es el nuevo rey (aunque algunos se preguntan si le cabrán las orejas en las nuevas monedas) y se han acostumbrado a aguantar a Camilla, a la que ya le han perdonado su participación en el adulterio real. Aunque haya tenido que esperar lo suyo para acceder al trono, Carlos III debe ser consciente de que es mejor hacerlo ahora que cuando medio país le tenía una manía tremenda a él y a toda su parentela.
Evidentemente, su reinado nunca podrá ser tan largo como el de su madre, por cuestiones puramente biológicas, pero lo importante es que ha conseguido acceder a él, algo que a menudo debió antojársele imposible durante los interminables años de espera. Mamá le deja, eso sí, un país hecho unos zorros que no se sabe muy bien cómo sobrevivirá fuera del Brexit. Y no escasean los que creen que deberían habérselo saltado en la línea sucesoria para darle el cargo a su hijo Guillermo, que solo tiene 40 años.
Por otra parte, las obligaciones del puesto le van a dificultar seguir opinando de arquitectura, jardinería, arte contemporáneo y demás asuntos que parecían interesarle y en los que a menudo daba la impresión de haber heredado la tendencia de su padre a meter la pata y soltar comentarios desafortunados. Pero peor lo va a tener su hermano Andrés, el favorito de mamá, notorio comisionista dado a las malas compañías (pensemos en Jeffrey Epstein) al que Carlos III va a tener que marginar más de lo que ya está para que deje de arrastrar por el fango (y por los tribunales) el buen nombre de la familia.
A rey muerto, rey puesto. Le toca ahora al joven Guillermo esperar su turno, aunque todo parece indicar que accederá al trono antes que su padre, quien ya ha dicho que opta por el continuismo. Afortunadamente para Carlos, mamá tuvo tiempo de rendir un último servicio a la patria firmando el cese de Boris Johnson, quien fue incapaz de peinarse hasta en los actos de despedida de la soberana. Decían los Sex Pistols en su célebre himno monárquico que no había futuro en el sueño de Inglaterra. Ahora, simplemente, pintan bastos. Esperemos que sus largos años de entrenamiento le hayan servido de algo a nuestro hombre.