El nuevo incordio de los Windsor
Cuando falleció Lady Di, hace ahora 25 años, quedó libre en casa de los Windsor la plaza de Atorrante Oficial del Reino. La inmortal reina Isabel se quitó un peso de encima y debió confiar en que nunca más volviera a formar parte de su familia alguien semejante. Su majestad consiguió evitar un nuevo y posible incordio durante muchos años, pero éste acabó manifestándose en la figura de Meghan Markle (Los Ángeles, 1981), una actriz mediocre que se había limitado a interpretar papeles secundarios hasta que se enamoró de uno de sus nietos, el príncipe Harry, y contrajo matrimonio con él, llevándoselo a vivir (como Dios) en Estados Unidos, desde donde la señora Markle lleva cierto tiempo ejerciendo su labor de zapa contra la familia de su desafortunada y difunta suegra. Hay que reconocer que Meghan molesta menos que Diana, pero, en la medida de sus posibilidades, no para de dar la lata.
A diferencia del caso de Lady Di, parece que su matrimonio funciona razonablemente bien, y es indudable que habría resultado mucho más molesta si llega a casarse con el hermano mayor de Harry, el príncipe William, quien, al paso que vamos, llegará a rey de Inglaterra cuando las ranas críen pelo. Meghan se conformó con el segundón, conocido hasta entonces por sus gamberradas, sus juergas en Las Vegas y la excentricidad de presentarse vestido de oficial nazi en una fiesta de disfraces, como si fuera un personaje de P.G.Wodehouse. Pero enseguida empezó a dar señales de que no se sentía bien tratada por la familia real británica (como si esa gente tratara bien a nadie). No tardó mucho en ofenderse por todo (la última queja consiste en afirmar que alguien no identificado del contingente Windsor había calificado a su hijito Archie de nigger, término despectivo donde los haya), haciendo especial hincapié en su condición de mujer medio blanca y medio negra. Es como si aspirara a heredar el cargo de Princesa del Pueblo y se pasara la vida malmetiendo en la familia de su marido para darse aires de grandeza.
Soy de la opinión de que, si te integras voluntariamente en una anacrónica familia real, sea la que sea, te va a tocar tragar bastante quina, pero eso es algo que, como dicen los anglosajones, viene con el territorio. O como decía la copla, Manolete, Manolete, ¿si no sabes torear pa qué te metes? Suele agradecerse, pues, que los advenedizos reales se comporten con discreción, mantengan la boca cerrada y se dediquen a disfrutar de los chollos que les han caído, que consisten, como todo el mundo sabe, en pegarse la vida padre y no dar golpe. Puestos a salvar las monarquías, tal vez sería prudente volver a la vieja costumbre de cruzar a miembros de familias reales como si fuesen perros con pedigree. De esta manera, la familia real española, sin ir más lejos, se habría ahorrado los divorcios de las infantas Elena y Cristina, que demuestran, eso sí, que son humanas, pero que también les restan su supuesta condición de personas de sangre azul.
Yo a Harry lo veo un poco calzonazos, la verdad. Se deja meter en reality shows, se suma a las quejas de la parienta, se ha ido a vivir a una antigua colonia como si el hecho de no tener ninguna posibilidad de llegar a rey le diera carta libre para hacer lo que le salga de las gónadas y, en definitiva, ha formado con la parienta una especie de frente común contra su propia familia (de la que depende económicamente, por cierto). Algo me dice que Meghan Markle va a hacer todo lo posible por amargarle sus últimos años de vida a la reina Isabel. Afortunadamente para ésta, la aspirante a heredera de Lady Di no goza de la simpatía generalizada que envolvía a la original. Básicamente, porque para montar pollos y hacerse la ofendida se pinta sola, pero carece del estatus made in Hollywood que distinguió siempre a Grace Kelly. Cuyo padre, por cierto, era conocido como El rey del azúcar y le salía el dinero por las orejas, mientras que el de Meghan es un pelagatos metepatas dado a empinar el codo que la caga cada vez que habla. Hasta para incordiar hay que tener un poco de glamur, ¿no creen?