Gabriel Rufián
El precio del melón
Gracias a Gabriel Rufián me he enterado de que un melón cuesta trece euros, una sandía doce y medio kilo de cerezas cinco. Con esos precios indignantes bajo el brazo se presentó hace unos días nuestro Rufi en el Congreso y consiguió, supongo que involuntariamente, recordarnos al difunto Manuel Fraga, quien, cuando no se le ocurría nada mejor que decir, recurría al precio de los garbanzos. Fraga era insufrible, pero tenía su punto de estadista. Y tengo la impresión de que a Rufián empieza a pasarle algo parecido. Eso sí, pese a sus humildes orígenes, que lo dirigirían de manera natural hacia las legumbres, Rufi es un hombre de su tiempo y sabe que se queda mejor hablando del precio de la fruta, tan saludable ella, que del de los garbanzos, ya que la fécula no resulta nada sexy en los años que corren.
Cada día admiro más a Gabriel Rufián. Sigo considerándolo un oportunista y un gañán, pero creo que ha hecho serios esfuerzos por convertirse en un político presentable. Lejos quedan los tiempos en que montaba numeritos en el Congreso, presentándose con unas esposas, una fotocopiadora o cualquier otro objeto que le sirviera (según él) para reforzar las tesis que pensaba someter a consideración a sus compañeros de escaño. Hubo un inicio de curso, aunque ahora no recuerdo exactamente cuál, en el que Rufi volvió al trabajo después del verano convertido en un hombre nuevo que ya no estaba para dar la nota. Desde entonces, aunque solo de vez en cuando, se le oyen decir cosas razonables: es evidente que ha llegado a Madrid (y a la política nacional) para quedarse. Los de ERC lo enviaron a la capital porque era el único de la banda que se podía expresar en castellano sin problemas y porque la figura del charnego independentista, no me negarán que resultaba vistosa. Durante un tiempo, Rufi hizo más o menos lo que se esperaba de él, pero últimamente le ha dado por tener vida propia y convertirse, casi, en un verso suelto. Ennoviado con una chica del PNV y tratado de don Gabriel en los restaurantes que frecuenta, nuestro chavalote de Santa Coloma se ha convertido en un político español de verdad (tampoco es que cueste tanto ni se exija gran cosa para ello, pero el hombre partía con las peores cartas posibles). Poco a poco, se le va quitando la tontería ésa de la independencia del terruño, en la que es muy posible que no haya creído nunca, y va haciendo méritos para acabar algún día en el PSOE. De momento, ya ha tenido el cuajo de calificar de tarado a Carles Puigdemont y hacer luego como que se disculpaba, aunque yo tuve la impresión de que hacía esfuerzos para que no se le escapara la risa.
Gabriel Rufián es un hombre al que la política ha salvado de una vida irrelevante y puede que hasta del hambre. Durante un tiempo pensé que en la vida real solo se podía ganar la vida como portero de discoteca, pero luego me informaron de que era bajito y chaparro, lo cual lo descalificaba hasta para semejante cometido. Pero ya no le hace falta un curro así. Con su nueva seriedad, sus melones y sus sandías, Rufi tiene un lugar asegurado en el Congreso para muchos años. No necesariamente en las filas de ERC, pero estoy seguro de que de ahí no lo mueve ni Dios.