Josep Lluís Alay
¡Qué aprendan catalán los ucranianos!
Cuando disfrutas de un trabajo absurdo, aunque muy bien retribuido (con dinero público, para más inri), lo menos que puedes hacer es adoptar un perfil bajo, tratar de pasar desapercibido y confiar en que el ciudadano medio no se rebote al que ver que se destina parte del dinero de sus impuestos a remunerar a alguien que no hace nada útil para la sociedad que lo acoge. Pero Josep Lluís Alay (Barcelona, 1966) no piensa lo mismo y no desaprovecha ninguna oportunidad de hacerse notar.
Aunque es historiador y profesor universitario (especializado en el Tíbet y Mongolia, nada menos), el grueso de sus ingresos procede del ridículo cargo que ocupa como director de la oficina de Carles Puigdemont, un supuesto presidente catalán que no preside más que un gobiernillo falso compuesto por lo que en Cataluña se conoce como quatre arreplegats y que dedica todo su tiempo a chinchar a España desde un palacete de la localidad belga de Waterloo (y desde el Parlamento Europeo, cuando no le cortan el micro porque se ha pasado de tiempo y, además, están todos sus colegas hasta las narices de sus exordios y jeremiadas).
Más de 100.000 euros anuales se embolsa el señor Alay por…¿Por qué? Pues no se sabe muy bien, dado que la actividad de su jefe no tiene nada que ver con la de los presidentes de verdad. De hecho, puede que su actividad principal consista en indignarse y despotricar constantemente. Lo acaba de volver a hacer, en relación a los refugiados ucranianos en Cataluña. Ante la razonable actitud del ayuntamiento de Palamós de darles clases de castellano (no está claro que se vayan a quedar entre nosotros, y si acaban en Alcobendas o en La Almunia de Doña Godina, ya me dirán ustedes de qué utilidad les podrá ser haber aprendido algo de catalán), el habitualmente furibundo Alay ha vuelto a escenificar uno de sus habituales berrinches, tildando de traidores a la patria a los ediles de Palamós (creo que, casualmente, son de ERC) y asegurando que los (supuestos) independentistas no irán a ninguna parte si a las primeras de cambio optan por el castellano como lengua a aprender por quienes huyen de los bombazos de Putin.
No ha sido el único, claro. Infinidad de energúmenos han dicho lo mismo en Twitter. La única diferencia entre Alay y los anónimos guardianes de las esencias radica en que Alay cobra por sus exabruptos y los otros no. Seguro que Puchi ya le ha dado una buena palmadita en el lomo. Y no descarto que lo haya premiado con una galleta de chocolate belga, si es que no se las ha comido todas Valtonyc, que está creciendo y zampa como una lima.
Para Alay, no basta con acoger a unos desgraciados que lo han perdido todo. Una vez asumido su infortunio, lo prioritario es que aprendan catalán, aunque dentro de tres meses estén viviendo en Vitigudino. A cualquiera se le ocurre que los que se queden entre nosotros acabarán aprendiendo catalán. Y si no ellos, sus hijos. Pero Alay es de los que tienen prisa; de ahí la terapia de choque a la que aspiraba. Y no ha dicho que se deporte a Aragón a los ucranianos que insistan en aprender español porque aún le queda un poco de prudencia, aunque no mucha.
En fin, seamos tolerantes. Pensemos que Alay, como su gurú de Waterloo, tampoco tiene muchas cosas que hacer, una vez ha instruido a sus alumnos sobre aspectos de Mongolia que ignoraban. Dirigir la oficina de alguien que no hace nada no parece un trabajo agotador, precisamente. De ahí que indignarse, despotricar y ver traidores por todas partes acaben siendo los principales ingredientes de su jornada (supuestamente) laboral. Volveremos a encajar sus exabruptos con paciencia franciscana mientras seguimos acariciando la posibilidad de que se le caiga el pelo con sus contactos rusos de hace unos añitos: soñar no cuesta dinero y, sobre todo, a diferencia de las actividades del señor Alay, no hace ruido.