Josep Costa
Un héroe de la resistencia
El ex vicepresidente del parlamento catalán Josep Costa (Santa Gertrudis de Fruitera, Ibiza, 1976) es uno de los personajes más ridículos del mundo procesista, lo cual es muy meritorio si tenemos en cuenta la gran competencia a la que debe enfrentarse el hombre para destacar en ese sentido. Lo ha demostrado recientemente con su último rifirrafe con la justicia, que lo condujo a tirarse tres horas en un calabozo esperando a que la jueza que lo había convocado tiempo ha sin que él se presentara le viera el careto y lo soltara después de que se negara a declarar (algo a lo que tenía derecho).
Como todos los indepes que se consideran catalanes sin serlo, el señor Costa siempre sobreactúa para compensar la desgracia de no haber nacido donde le hubiera gustado (ese problema no lo tienen los de Bilbao, que, como todo el mundo sabe, pueden nacer en cualquier parte). Y lo hace de una manera airada y pomposa que, eso sí, nunca le causa excesivos problemas legales. Lleno de un odio a España que debería preocupar seriamente a su psiquiatra (si no lo tiene, ya tarda en hacerse con uno), Costa solo abre la boca para provocar y ofender al estado opresor. A la hora de hacer algo concreto, es más de tirar la piedra y esconder la mano.
Sí, le echó una manita, en su condición de jurista, a Gonzalo Boye para organizar la nueva vida en el extranjero del Hombre del Maletero, pero siempre se las ha apañado muy bien para no tener que acabar entre rejas o dándose el piro de España. Lo suyo es largar, hacerse el chulo y presumir de desobediente. De ahí el plante inicial a la juez que quería cruzar unas palabritas con él hace unos meses y cuya autoridad no reconoce porque a él los españoles no se la dan con queso con su simulacro de justicia. Ya puestos, podría haberse hecho fuerte en casa y resistirse a la detención de los mossos d´esquadra, a los que debe considerar unos traidores y unos botiflers, pero todos sabemos que a nuestro hombre se le va toda la fuerza por la boca y nunca llega a las manos con nadie que le pueda hacer pupa.
Lo único que hizo la jueza fue recordarle a Costa que, en España, como en casi todas partes, cuando la justicia te requiere tienes que presentarte. Luego ya, si eso, pues te acoges a tu derecho a no decir ni pío y santas pascuas. Si en vez de hacerse el gallito ante la primera convocatoria la hubiese atendido, Costa se habría ahorrado las tres horas enjaulado (mientras la jueza leía la prensa y le dejaba cocerse en su jugo, intuyo, pues eso es lo que yo habría hecho) y Laura Borrás, la humillación de que en la puerta de los juzgados le dijera un propio que tenía instrucciones precisas de no dejarla pasar para visitar al detenido. Tras tres horas en el calabozo y sin visitas, Costa salió tan ufano a la calle, donde debía suponer que le esperaban masas airadas ante su arresto y solo se encontró con dos docenas de lazis inasequibles al desaliento.
Costa dice que no reconoce a los jueces españoles. Costa dice que se querellará contra la magistrada que ordenó su detención. Costa solo confía en la justicia europea. Y esas cosas las dice como si le importaran a alguien, como si fuesen de una relevancia superlativa. Sin mover un músculo de esa cara de gañán campestre que Dios le ha dado y esa expresión de estar pensando ¡Quanta dignitat! y ¡Ho tornarem a fer! Cuando la opinión que uno tiene de sí mismo no coincide con la de la mayoría de la sociedad que lo alberga, llega inevitablemente el ridículo. Menos mal que un sujeto tan pomposo y carente de sentido del humor como el señor Costa es incapaz de detectarlo.