Alexei Navalny
Un valor a prueba de venenos
En el momento de escribir estas líneas, observo que a Pablo Iglesias aún no se le ha ocurrido comparar a Alexei Navalny con Carles Puigdemont, personaje que al señor Ceaucescu le sirve para un barrido y para un fregado. Intuyo que una cosa es comparar a Puchi con los exiliados de verdad y otra, muy distinta, establecer paralelismos entre un tipo que monta un pollo, deja a los suyos en la estacada, se mete en el maletero de un coche y se instala en una mansión flamenca con alguien que ha estado a punto de morir envenenado y regresa a su país de origen, donde sigue al mando el sujeto que ordenó su ejecución porque le molestaba sobremanera. "Si hubiésemos querido eliminarlo, ya estaría muerto", declaró Vladimir Putin cuando le preguntaron por el envenenamiento de Alexei Navalny (Butyn, Rusia, 1976), poniendo su mejor cara de villano de película de James Bond (solo le faltó hacer ese comentario con un gato en el regazo, cual Ernst Blofeld, líder de Spectra).
En cierta medida, Navalny es un hombre afortunado. Su antecesor en el cargo de opositor oficial a Putin, Boris Nemtsov, fue asesinado en 2015. No sé si le cargaron el muerto a alguien, pero ya se sabe que el bueno de Vladimir tiene un almacén lleno de chechenos a la espera de que los acusen de algo (y si no lo tiene, esa impresión da). No obstante, es posible que esté tentando a la suerte con su regreso a Rusia, donde ha sido detenido nada más llegar (las manifestaciones a su favor ya están siendo convenientemente reprimidas a porrazos). Lo que nadie duda es que ese hombre tiene más valor que el Guerra (el torero, no el político andaluz), ya que, tal como se las gasta el tío Vladimir, abandonar Alemania obligado por la ética y la moral tiene un mérito tremendo. Lo fácil es lo de Puchi y su maletero.
Putin considera, con toda razón, que Navalny constituye un peligro para el régimen que ha construido en torno a su augusta persona. El señor Navalny, que es abogado de profesión, lleva tocándole las narices desde 2011, por lo menos, cuando creó la Fundación Anti Corrupción (y ahora acaba de desvelar la existencia de una mansión principesca de Putin que ríanse ustedes del chalé de los Ceaucescu). O sea, que lleva diez años vivo desde que se promulgó (supongo que en secreto) la fatua en su contra. Y el hombre no parece dispuesto a detenerse ante nada. Alguien con menos temple (o más sentido común, o más prudencia) se hubiera quedado en Alemania o en cualquier otro país de la Europa civilizada, pero el amigo Navalny se ha plantado en Rusia a seguir incordiando a ese exagente del KGB cuyo eclecticismo le permite, al mismo tiempo, admirar al zar Nicolás II, a Stalin y al pope en jefe de la Iglesia Ortodoxa (en España solo logró algo similar el difunto escritor mallorquín Baltasar Porcel, maoísta, monárquico y pujolista a la vez).
Nadie sabe qué va a ser de Alexei Navalny a partir de ahora. Esa entelequia que conocemos como Comunidad Internacional confía en que Putin no lo elimine ni lo envíe a Siberia porque nos caería un marrón de esos que no solemos resolver muy bien: recordemos el asesinato del señor Kashogi en el consulado de su país en Estambul y nuestra nula respuesta al responsable de su descuartizamiento, un pez gordo de un importante centro exportador de petróleo. De momento, nos limitamos a confiar en que Vladimir se corte un poco y no decida pasársenos a todos por el arco de triunfo haciendo que Navalny resulte acuchillado en una supuesta riña carcelaria.
Navalny es un héroe. Y también un insensato. No sé qué pensarán su familia y sus amigos de su digna actitud. Tampoco sé qué opina Pablo Iglesias, aunque igual lo considera un fascista imposible de comparar con un campeón de las libertades como Carles Puigdemont. De hecho, no me extrañaría nada.