Toca ponerse pragmáticos, y reconocer el pesado bagaje emocional que el Barcelona arrastra por causa de dos de sus máximos iconos. Es perfectamente normal que los culés solo sean capaces de pensar en Leo Messi y Pep Guardiola con el corazón en la mano. Pero eso también los coloca en una situación de vulnerabilidad casi perpetua y, desde luego, francamente agotadora. Así se hace difícil poner orden a la devoción futbolera de uno y enfocarla hacia lo que debe ser, un rayo láser de ilusión y orgullo que pinte de un rojo fosforescente los objetivos de la temporada. Aunque su fulgor se imposte un poco para no dar el gusto al rival de encontrar solaz en las dudas del contrario.
Por eso hay que agradecerle a nuestro niño Lionel, que siempre lo será, la deferencia no solo de comunicar sino de dar cumplidas explicaciones de sus planes de futuro la semana pasada. Es su elección y solo suya no sublimar el trauma de dos años deprimentes en el nauseabundo PSG exponiéndose sin respiro y a pecho descubierto a un reto competitivo inigualable: estar a la altura de su propia leyenda azulgrana. A muchos nos hubiera encantado que asumiera lo colosal de tamaño reto, pero si somos más ambiciosos que el mejor futbolista de la historia, campeón de absolutamente todo lo campeonable, alguien debería decirnos lo mismo que le digo yo a mi hijo pequeño cuando, después de tirar al patio de luces varias piezas de Lego, se dispone a defenestrar al gato: cariño, hay que saber parar.
El sábado Guardiola añadió a su currículo la Champions lejos del Camp Nou que le faltaba. Y en las horas posteriores se ha demostrado que lo segundo peor después de que Pep pierda que le puede pasar a un barcelonista nostálgico de la hegemonía perdida... es que Pep gane. Antes de que el de Santpedor echara mano siquiera al trofeo ya volaban los dedos acusadores, señalando en todas direcciones a los presuntos artífices de su salida, a los imposibilitadores de su retorno y a quienes lo han acabado empujando a ganar nada menos que el triplete, icono máximo del Barça más hegemónico, en otro sitio. Marginándolo para siempre de un club cuya masa social sufre una pérdida de identidad que, irónicamente, parece su cualidad identitaria más constante.
Al menos, tenemos la certeza de que Xavi y su staff siguen tomando notas del maestro en cuanto a la forma de jugar para dar otra vuelta de tuerca a la evolución del modelo. En especial, flexibilizando la configuración de los centrales, estudiando a fondo las posibilidades para generar espacios en el intervalo y perdiendo el miedo a defender en el área propia como un camino más para ganar. A veces el de Terrassa peca un poco de cagón, como cuando sacó de lateral izquierdo a Marcos Alonso en Milán por si el Inter le remataba algún córner. Pero si se concreta de manera positiva la planificación de las próximas semanas, libre ya el ábaco de Mateu del encaje de un jugador destinado a ser inevitablemente el mejor pagado de la plantilla, el Barça tendrá más herramientas para seguir adelante. Y quizá, si deja al fin de perseguir a sus antiguos ídolos, acote de una vez el espacio para que florezcan otros nuevos.
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