España y Brasil montaron anoche una pantomima histórica en el Bernabéu. El estadio madridista albergó un partido amistoso para escenificar el rechazo al racismo en el fútbol. Un gesto loable y nada más que eso: un gesto. A nadie se le ocurrió ceder un porcentaje del taquillaje a ninguna organización benéfica de lucha antirracista. Todo fue destinado a una única causa: la causa de la Real Federación Española de Fútbol.

Es inaceptable cualquier insulto racista a Vinicius. Meterse con alguien por su color de piel es infinitamente más grave que otros desagravios, ya que los negros, todos los días, en cualquier país y en todos los ámbitos de la vida, son una raza ampliamente discriminada. Los cierres de grada, expulsiones de los estadios de por vida, condenas ejemplarizantes y multas estratosféricas son algunas de las medidas que propone Esteban Ibarra, presidente de la Asociación contra la Intolerancia, para luchar contra la lacra de la xenofobia. Háganse.

Más allá de esta obviedad que siempre es bueno recordar, la puesta en escena de Vinicius estos dos últimos días ha sido una gran farsa. El futbolista brasileño del Real Madrid rompió a llorar en la sala de prensa y los representantes de los medios brasileños le aplaudieron a rabiar. Alguna periodista incluso, mientras se grababa, rompió a llorar cuando le hacía una pregunta, seguramente pactada, al protagonista. Resultó paradójica la voluntad aleccionadora de los brasileños, hasta hace poco gobernados por el racista Jair Bolsonaro.

La escenificación de Vinicius provocó vergüenza ajena. Se quejó de que "se siente solo", cuando cuenta con todo el aparato mediático del madridismo montándole una campaña para convertirlo en el nuevo Nelson Mandela. Exigió respeto, precisamente él, una persona que no se lo brinda a nadie. Y afirmó que "solo quiere jugar al fútbol".

Alguien debería decirle a Vinicius que coger la bandera de la lucha contra el racismo conlleva una gran responsabilidad. Convertirte en un símbolo de la lucha contra la discriminación racial implica ser ejemplar en todos los aspectos de la vida. Y Vinicius no lo es.

Sobre el campo provoca, falta al respeto, humilla a compañeros e insulta a los árbitros. Tiene una actitud chulesca y desafiante que no casa con la figura en la que quiere erigirse y actúa como un fanfarrón con absoluta impunidad. Ningún árbitro se atreverá a expulsarle, pese a que lo ha merecido más de una y dos veces en las últimas semanas. Cualquier colegiado sabe que se enfrentaría a una campaña de acoso y derribo del club más poderoso de España.

Además, de un tiempo a esta parte, todo lo que hace Vinicius tiene una motivación: salir bien encuadrado en la cámara de Netflix. Celebró un gol en el estadio del Valencia levantando el puño, con el gesto del Black Power, como hicieron los atletas John Carlos y Tommie Smith en 1968. Se recorrió la banda entera de Mestalla asegurando que ahí estaba él, instigando la reacción iracunda de la grada, generando un ambiente de tensión que diera bien en cámara para el capítulo uno. Lloró y proclamó su soledad en el capítulo dos desde una sala de prensa habilitada por su club. Y se llevó una ovación de un estadio español entregado a Brasil en el capítulo 3.

Lo que seguramente no saldrá en el documental es cómo Vinicius mandó "a segunda" a la afición del Valencia. Tampoco pondrán la toma en la que llamó "hijo de puta" y mandó "a tomar por culo" a Martínez Munuera. Ni cuando se rio de él, en la última jornada de Liga. No encuentran en Netflix las imágenes de la agresión a Orban, del RB Leipzig. Y tampoco se grabó correctamente su codazo a la espalda de Laporte, sin balón en juego, solo 24 horas después de demandar, entre lágrimas "que solo quiere jugar al fútbol".

El partido de Vinicius fue para olvidar y Lamine Yamal, con 16 años, se rifó a la defensa de Brasil y se convirtió en el protagonista de su fiesta. Incluso salió aplaudido del Bernabéu. La verdad es que todo ha sido una pantomima digna de salir en Netflix.