Los negocios de toda la vida cierran en las grandes ciudades. Sea por los excesivos precios de los alquileres o la falta de relevo generacional, los cierres de tiendas típicas de barrio son la tónica habitual de estos últimos años. La última en despedirse ha sido una pastelería.
Hacía 74 años que Teresa Kessler y Josep Galimany abrieron en la mítica calle de Sants su pastelería. El número 53 de esta vía era un dulce respiro para los que andaban por una de las calles comerciales más grandes de Europa. Un break que ahora no tendrán. Al menos, no con el savoir faire que les daba la experiencia a la familia.
Tradición familiar
A lo largo del tiempo, y con una transición generacional, los Galimany-Kessler han sorprendido con innovadoras tecnologías y nuevas propuestas de bollería, sin dejar de lado los clásicos que han sido el deleite de generaciones. Desde hace veinticuatro años, la dirección de la pastelería recayó en manos de Joan Galimany Kessler, hijo de la pareja fundadora, quien continuaba hasta este lunes de Pascua con el legado de ofrecer excelencia a su fiel clientela.
Carles Galimany, hijo de Joan Galimany, también ha demostrado un espíritu emprendedor y una visión futurista, tomando el ejemplo de su padre para llevar adelante este negocio, pero no ha sido suficiente para mantener abierto el negocio.
Día de lágrimas y recuerdos
Este primero de abril, los clientes hacían largas colas para realizar su última compra en esta pastelería de toda la vida. La que en sus escaparates mostraban sus tartas y monas que atraían a los más pequeños a los cristales, como la miel a las abejas.
Los mensajes de apoyo y las lágrimas fueron la tónica habitual de la jornada. Lo reconocía a las cámaras y a la prensa el mismísimo Joan Galimany: “es un día muy duro”. Pero a la vez, también fueron días de sonrisas y de abrazos con los clientes y, sobre todo, de mucho amor bañado en lágrimas.
El último adiós
Este lunes de Pascua no había hora de cierre. El fin del género que había en el local fue quien mandaba. Los clientes determinaron cuando la pastelería Kessler Galimany iba a cerrar. Unos clientes a los que tanto Joan como su esposa, que vino a echar una mano, agradecieron la confianza que depositaron en ellos durante todos estos años.
Los vecinos del barrio, en cambio, eran los que les daban las gracias a ellos, por tantos momentos dulces, tantas conversaciones y secretos compartidos, por resistir tanto tiempo mientras los negocios iban cerrando. Ahora es el turno de consevar los recuerdos y esperar a que este legado comercial de Sants y de la ciudad resista en tiempos de globalización.