La memoria es frágil. Las enfermedades mentales son una prueba de ella. La política otra. Precisamente ambas confluyen en la última película de la candidata al Oscar chilena Maite Alberdi (El agente topo).
La cineasta regresa a las pantallas con un nuevo documental que sigue la vida de Augusto Góngora, un reputado periodista de Chile que fue represaliado durante la dictadura de Augusto Pinochet, diagnosticado de Alzhéimer, y su esposa, Paulina Urrutia, que desde que supo de la enfermedad no se separó de él ni un día.
La cámara de Alberdi sigue el día a día del matrimonio, en sus momentos duros, pero también en los felices. Unos momentos repletos de amor y recuerdos, personales y también históricos. Y es que Góngora, cada tanto, recuerda cómo murieron sus compañeros, cómo fue encarcelado. No sabe decir en qué fecha, pero tiene presente lo que sintió. Algo que también le pasa con su esposa, a quien no deja de amar. Así La memoria infinita demuestra que ni el amor ni la tortura se olvida. Que no debemos olvidar a quién queremos y el daño que nos han hecho.
Crónica Global aprovecha el paso de la realizadora por Barcelona para robarle unos minutos y hablar con ella sobre este documental, cómo fue meterse en la vida privada de una pareja y su conexión con la esfera pública. Un trabajo que no hizo a sola, Góngora y Urrutia también aportaron mucho.
- ¿Cómo y cuándo surgió la idea para el documental?
- Fue muy casual. Soy gran admiradora de sus carreras, los conocía, pero un día me tocó hacer una clase en una universidad donde ella trabajaba. Hacía poco que él había contado públicamente, de manera muy valiente, en una entrevista que tenía Alzheimer. Vi que ella iba al trabajo con él y que todos los que trabajan con ella lo integraban. Iban como a otro ritmo, todo era un poco más lento. Pero él entraba a las clases, se sentaba, preguntaba cosas. Era la primera vez que vi a una persona con demencia integrada. Me tocó filmar a muchas anteriormente, pero estaban todas encerradas. Vi una pareja que no lo hizo así, decidió estar en el mundo. Iban al teatro, iban juntos. Empeoró muy lento, pero en la pandemia el deterioro fue muy rápido, no porque no iba a terapia, sino precisamente porque no socializaba. Eso y verlos enamorados, en pareja, en una relación muy llena de entusiasmo y de deseo, fue lo que a mí me cautivó.
- ¿Este sería uno de los mensajes de la película? ¿El de no tratar a los enfermos de demencia como niños o incapacitados plenos?
- Sí, totalmente. Paulina siempre lo trató como su marido. Una vez comparé su relación con él como la que tenía con mi hijo y enfureció. Me dijo, “es mi marido, no es mi hijo”. Y tenía razón, en realidad era cero igual. Uno de los mensajes más importantes tiene que ver con que ellos están entendiendo el Alzheimer como un contexto, un desafío, no como una tragedia. Lo que en el papel se podría leer como un megadrama para ellos no lo es, porque lo viven de otra manera, como un desafío. Por tanto, me sentí bien en ese lugar como sin angustia.
- Pero se ve como un drama, ¿no?
- ¡Es tal como es! No hay nada que se esconda en la película. Hay días dolorosos, terribles, sí, pero otros superbuenos. Paulina mismo, al ver la película, me dice: “siento que así fue mi proceso”. Y el balance es luminoso. Esa es la gracia, en ficción nos hemos acostumbrado a los géneros cinematográficos donde es las cosas son o drama o comedia y te obligan a ponerle una categoría y en la vida no hay categorías. La vida en general es eso, algo que en el papel puede ser terrible, no necesariamente lo es en la aproximación a eso. Finalmente, hay pura felicidad igual, aunque haya dolor. Hay matices, todo convive.
- ¿Eso es lo que le atrae del documental en relación a la ficción?
- ¡En ficción te obligan a que todo esté marcado! Preguntan si es thriller, drama y uno no sabe, puede ser todo. Y te dicen que no. Acá nadie te está exigiendo un género y todo convive en libertad. Yo entro a la sala de cine a veces y veo a la gente que se muere de la risa y sale llorando, o sea, que también las emociones en el público conviven.
- Y como mezcla aquí esa emoción. ¿Cómo ha sido su trabajo para equilibrarlo y qué ha podido hacer usted? Porque en un momento usted entrega la cámara a Patricia.
- Sí, es lindo porque yo es un registro totalmente colectivo. La de mi cámara, la del archivo de Augusto y la de Paulina. Estamos los tres en distintos tiempos grabando. El montaje hace convivir nuestros tres registros, nuestras tres miradas a esta historia a lo largo de los años. Yo tuve que enseñar a Patricia el manejo de la cámara cuando llegó el Covid, pero me enviaba imágenes desenfocadas, pero tiene la gracia de que es tan íntimo y que son escenas que yo jamás habría tenido, aunque no existiera la pandemia, porque yo no iba a estar ahí a las 3 de la mañana. El espectador también agradece el nivel de intimidad que alcanza la película, porque son ellos decidiendo grabarse.
- Otra realidad que se cuela allí son las circunstancias políticas y sociales de Chile, que también resuenan con el título de la memoria infinita.
- Fue algo que apareció. Yo quería hacer una historia de amor y al final, al darme cuenta que se trata de aquello que se recuerda y no sobre lo que se olvida y ver a un hombre que a lo largo de los años nunca olvida las emociones, me tenía que hacer cargo de esa memoria histórica. Y es que hay una gran paradoja que yo tenía que asumir. Augusto es un hombre que luchó por preservar la memoria histórica y pierde la memoria, pero no toda. Había que entender qué era lo que estaba perdiendo. Por ejemplo, cuando filmé esa escena donde están viendo archivo y él dice “degollaron a Parada”, que era su amigo, “y lo hicieron frente a todos y todo el mundo vio cómo le cortaron la cabeza” y él se pone a llorar, ves como no se acuerda de lo que hizo ayer ni en qué año fue el golpe de Estado, pero se acuerda con todo lujo de detalle cómo murió su amigo. Es decir, el dolor queda y hasta el último día se acordó de eso. Por eso es interesante del final de película, en la presentación de su libro a finales de los 90, cuando dice que a los chilenos en dictadura nos ha tocado vivir unos años muy duros, estamos volviendo a la democracia y lo que tenemos que hacer para reconstituir la memoria es reconstituir nuestra memoria emocional. No lo tenemos que hacer desde las cifras, las estadísticas o los actos conmemorativos, sino que la única forma de hacer nuestros duelos va a ser reconstruyendo nuestra emocionalidad. Eso es lo que está pasando ahí. Él no se acuerda de la información, pero se acuerda de qué siente. ¡Ese es el descubrimiento para mí de la memoria infinita!
- ¿Resuena en la actualidad con la situación política de Chile?
- Hoy día, a 50 años del golpe de Estado, por primera vez, en Chile, volvemos a escuchar a una derecha radical y a unas figuras de derecha diciendo que las violaciones a los derechos humanos se justificaban en ese contexto. Jamás pensé que iba a volver a escuchar esto en mi vida. Y Augusto allí dice, podéis borrar los datos, podéis manipular la historia, lo que queráis, pero el dolor ahí está, yo perdí todo y ese dolor no me lo podéis borrar, permanece. Lo mismo sucede con la relación de amor. Los sentimientos, el dolor y el amor, queda. Él no sabe cuánto tiempo llevan juntos, pero se acuerda que ella no quería hijos. Eso le duele siempre. Por eso, hay cosas que van a quedar, son permanentes y las importantes, y tienen que ver con lo que sentimos, no con lo que nos han hecho entender qué es la memoria. El sentimiento va a quedar en el cuerpo y va a quedar siempre. Ese es el paralelismo interesante que lo descubrí sin que fuera mi intención al principio. Es una historia de amor que también tiene estos, que son los grandes descubrimientos que uno hace al filmar y al editar.
- ¿Cómo ha caído, entonces, la película en Chile?
- Es increíble, porque ha sido muy transversal. Fue un éxito de taquilla. Es el documental más visto del cine chileno. Los números son insólitos. Es un relato que genera consenso. Y, sin que fuera mi intención, porque no esperaba estrenarla en 2023, se transformó en la película de los 50 años de la democracia.
- ¿Cree que su anterior nominación al Oscar y este éxito potencia la fuerza del documental y que se entienda que también es cine?
- Yo he luchado por eso. He luchado por hacer documentales que parezcan películas y eso también implica tomar muchas decisiones estéticas distintas en muchos ámbitos: narrativos, de duración… Pero sí, me siento responsable, por lo menos en Latinoamérica, de un entendimiento distinto del género. En Chile ya nadie asocia el documental a ese tipo de género aburrido donde la gente va a ir a escuchar otras personas hablando en pantalla. No te digo que no sigan existiendo estos documentales aburridos, porque también los documentalistas deben hacer que la gente vaya al cine. Pero sí, hay diversidad y el documental llega ya con todo tipo de formas.