Desde 2012, las elecciones autonómicas de Cataluña han sido tergiversadas y desviadas de su naturaleza estatutaria por los partidos independentistas: los sucesores de CDC, quebrada política y moralmente por la corrupción y el agotamiento del pujolismo; ERC, refundada en torno al independentismo y el abandono del republicanismo civil, y la CUP, un conglomerado nacional-populista de izquierda woke.

El fraude ha consistido en presentar estas elecciones como plebiscitarias de la independencia. Al obtener la mayoría en escaños, beneficiados por una ley electoral discriminatoria a favor de las circunscripciones menos pobladas y más nacional-conservadoras, los independentistas encadenaron las presidencias de Artur Mas, Carles Puigdemont, Quim Torra y, de rebote, Pere Aragonès con sus respectivos Gobiernos, que dedicaron tiempo, energías, medios y recursos al objetivo irregular de crear estructuras, clientelas y complicidades para una secesión de Cataluña.

El desenlace fue la mayor crisis institucional de la democracia, la intervención de la Generalitat al amparo del artículo 155 de la Constitución, la inevitable judicialización de la política, el efecto colateral de la radicalización de la política en España con el surgimiento de Vox, que ha sucursalizado el PP a su estrategia, y el desgobierno en Cataluña durante una década larga y perdida. 

Los hechos tienen que calificarse de insólitos en la Unión Europea por su gravedad jurídico-política, las consecuencias sociales y el contexto en que se produjeron. España es una democracia avanzada, con una Constitución no militante, que permite una libertad ideológica comparativamente poco igualada en el resto de Europa, y un Estado descentralizado con una parte sustancial de las competencias ejercidas desde los territorios donde se aplican.

La ideología independentista ocultó o despreció las potencialidades de la descentralización. La Generalitat de Cataluña es titular de uno de los más plenos autogobiernos regionales de Europa: la competencia exclusiva de 57 bloques de materias, comprendiendo las muy significativas de educación, cultura, lengua, sanidad, derecho civil, régimen local, función pública, medios de comunicación social, obras públicas, organización del territorio y organización administrativa.

Sobre dichas materias tiene íntegra la potestad legislativa, la reglamentaria y la función ejecutiva. Además, en Cataluña comparte competencias del Estado y también ejecuta otras del Estado.

Los recursos y medios para atender el autogobierno son notables, que sean suficientes dependerá de las prioridades. La Generalitat y sus empresas públicas dispusieron en 2023 de un presupuesto de 45.359 millones de euros, de más de 290.000 empleados públicos y de una policía integral de 18.643 efectivos, ampliable hasta los 22.006 agentes. La población de Cataluña censada a 30 de diciembre de 2023 era de 8.021.006 habitantes y el PIB anual ascendió a 255.154 millones de euros, un PIB superior al de Estados grandes como Perú, Marruecos, Serbia y Birmania-Myanmar, entre otros, y al de ocho de los 27 Estados miembros de la Unión Europea. 

El Gobierno autonómico de Cataluña está para gestionar todo esto sacándole el mejor provecho para los catalanes. En cambio, la mala gestión ha sido notoria, dos datos de una serie lo certifican: el tiempo medio de espera para una intervención quirúrgica es de 138 días y la privación material y social severa afecta a más de 700.000 personas. 

Los Gobiernos independentistas por definición no cambiarán. Por lo tanto, su reconducción conllevaría una repetición del mal gobierno, añadiendo más años a la década perdida. La población de Cataluña merece un cambio y las elecciones del 12M brindan la oportunidad.

Los dos únicos partidos, y sus respectivos programas de gobierno, que ofrecen la oportunidad de un cambio real son el PSC de Salvador Illa y el PP de Alejandro Fernández. La posibilidad de que la lista encabezada por Fernández sea la más votada es prácticamente nula, sólo Illa y el PSC podrían serlo y articular, por fin, la alternativa necesaria al independentismo.

Esta es la realidad del 12M, más la posibilidad del entierro oficial del procés --el final de una época para el olvido-- y la vuelta a la vulgar normalidad de unas elecciones autonómicas en las que se dirime, no la hipotética independencia de Cataluña ni la gobernabilidad de España, sino que aquí los servicios funcionen, se reduzcan las listas de espera y el índice de pobreza severa, se creen coyunturas de desarrollo colectivo y la Cataluña oficial salga del ensimismamiento y del aislamiento, provocados por el independentismo, para volver a participar en el progreso de España al que tiempo atrás tanto aportó y al que aún tiene mucho que aportar, cuando se quite de encima la pesada losa del independentismo.