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La fascinación de un espectro: “Himalaya” de Richter

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El otro día hablamos aquí de la pieza Lluvia azul de Yves Klein, expuesta en la exposición de la Fundación March. Hay que añadir que además del azul de Klein hay un rojo de Malevitch, pequeño y fascinante; y entre ellos dos, el rojo y el azul, todo lo que se ve en la March son obras maestras de grandes artistas, reunidas por la temática de la exposición, que es “el color”.

Entre estas piezas que por su inevitable apretamiento se oponen unas a otras, hay una –digo que “hay”, no que destaque, ni que sea mejor-- a base de delgadas tiras de diferentes colores, de Gerhard Richter. En mi primera visita ni siquiera reparé en ella.

Ayer volví a la March, en compañía de Marta Peirano, la autora de varios libros sobre las relaciones entre el poder y las nuevas tecnologías, entre ellos Pequeño libro rojo del activista en la red (2015, Roca Editorial), El enemigo conoce el sistema (2019, editorial Debate) y Contra el futuro. Resistencia ciudadana frente al feudalismo climático (2022, ed. Debate). De la exposición le gustaba todo, lo disfrutaba tranquilamente, pero al encontrarse con la pieza de Richter se le alteró la plácida expresión.

--Si pudiera elegir –dijo-- una única obra de arte contemporáneo para tenerla colgada en casa, elegiría Himalaya.

Himalaya es una obra muy conocida, de 80 x 60 centímetros, pintada en 1968, con una adicional edición limitada de 500 ejemplares realizada en el año 2021. Representa, en blanco, negro y gris, la montaña del título y es un ejemplo característico de la muy personal técnica del autor para generar imágenes borrosas, que son turbadoras y que no parecen tener una autoría humana.

En esa línea de producción –tiene otras– el artista alemán opera así: proyecta una fotografía sobre un lienzo; luego dibuja la imagen proyectada; a continuación, pinta sobre el dibujo una capa de pintura lisa y uniforme; a renglón seguido la difumina, creando un efecto borroso que confiere a la imagen una cualidad –o una sugestión— vibrátil, de movimiento, y a sus descoloridos personajes –en Himalaya no los hay— un aire remoto en el tiempo pero al mismo tiempo espectralmente cercano.

No habiendo visto nunca esa obra de Richter, Himalaya, más que reproducida en fotos, le pregunté a Peirano por qué le gustaba tanto hasta el extremo de que, según dijo, la colgaría en su dormitorio, frente a la cama.

--Es que me gustaría verla cada mañana, al despertar.

--¿Para qué, Marta?

--Para que me pusiera la cabeza en su sitio, nada más despertar.

Ahora bien, explicar por qué te gusta algo no siempre es fácil, y al formular esas preguntas me figuré que a ella le costaría decir algo. Muy al contrario, se lanzó a una parrafada entusiasta.

“Me gustan las prácticas de Richter, cómo genera nuevas técnicas, iniciativas como pedir que se le manden postales y pintarlas, me gusta su técnica “arrastrada”, de arrastrar la pintura para des-configurar la imagen fotográfica, lo suyo parece un romance con la habilidad… Himalaya lo vi, por primera vez, en una exposición en Copenhague, cuando ya era fan de Richter, entre otros motivos, por sus célebres retratos, iconos epocales, de los miembros de la banda Baader-Meinhof.

'Himalaya', de Gerhard Richter

'Himalaya', de Gerhard Richter

En cuanto a Himalaya, tiene algo que me magnetiza y me obsesiona, y la verdad es que no sé por qué… cada vez que la veo, aunque sea en una foto, se me activan las tres neuronas que tengo. Me viene la convicción de que estamos los dos, esa montaña y yo, en el mismo universo. ¿Te parece una tontería?

--Para nada.

--Me tortura pensar que un banco compró Himalaya por trescientos mil euros… Es una imagen que me transmite algo de su profundidad espacial, una longitud de onda… quizá por lo monocromático que es, por la austeridad. Tiene algo especial, la montaña parece fantasmal, pero al mismo tiempo tiene una solidez rotunda, hace pensar en los glaciares, que asoman a la superficie sólo la séptima parte de su masa…

Se parece un poco a su serie de cuadros del mar, esos paisajes del oleaje del mar “construidos”, pintados a partir de fotos, y que empezó a realizar dos años después de Himalaya, según creo. Pero esta imagen montañosa es más severa que las del mar. La ves, y parece que se escuche un viento lunar, es algo austero, es sensorial, tiene eternidad… proyecta lo que se supone que tienes que sentir cuando ves, no sé, un bosque.

Gerhard Richter

Gerhard Richter De Jindřich Nosek (NoJin) - CC BY-SA 4.0 - Wikipedia

“Por cierto”, agregó, “¿sabías que en las listas de los autores más valorados económicamente, o sea los que alcanzan los mayores precios, Richter suele figurar siempre, y es el único artista vivo que entra en esas listas… Esto es secundario, claro, pero tiene gracia, además teniendo en cuenta otra cosa que me gusta de él: una forma de modestia rotunda.

El hecho de que nunca haya Richter cultivado el típico perfil legendario, atormentado, del artista “iluminado”. No, él es metódico, casi como un burócrata, o un empleado en una oficina de patentes. Lo suyo no es el talento innato, sino una inteligencia al servicio de una práctica del arte cuidadosa, como quien cultiva un jardín, prestando atención a las cosas de forma minuciosa.”

Escuchando con atención a Marta Peirano, yo al mismo tiempo intentaba recordar un haikú que dice algo así como “Nunca nos aburrimos, mirándonos, la montaña y yo”. Era muy bonito. Pero no recuerdo cómo lo dice exactamente, ni quién lo escribió. Algún poeta antiguo.