Luis Úrculo ante Lucía Bayón
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La Gallery Weekend, que acaba de celebrarse en Madrid –se hace algo igual en Barcelona, en París y en Barcelona-- es un evento anual que celebra el arte contemporáneo. Durante un fin de semana, galerías de arte de la ciudad abren sus puertas de manera especial, organizando exposiciones, presentaciones y actividades para promocionar a artistas emergentes y consolidados, tanto nacionales como internacionales.
El objetivo de estos eventos es acercar el arte al público general y a los coleccionistas, ofreciendo una plataforma para que los artistas y las galerías muestren sus trabajos en un contexto más accesible y dinámico. A lo largo de esos días, se organizan visitas guiadas, charlas con artistas y comisarios, y eventos que buscan fomentar el diálogo en torno al arte contemporáneo.
Este tipo de eventos se realizan en otras grandes ciudades del mundo, como Berlín, París o Barcelona, siguiendo una tendencia global de promocionar la cultura artística local y conectar al público con las tendencias actuales del arte.
Yo fui a ver la exposición de Lucía Bayón, escultora de la que me han hablado bien gente que entiende. Pero su práctica, sus rotundas esculturas de carácter abstracto, no es la clase de arte que más me interesa –como sabrá el lector que haya seguido esta serie de artículos--. Tengo la teoría de que pasa con el arte abstracto lo mismo que con la música: en algunos casos está al alcance y disfrute de cualquiera, pero en otros casos sólo llega a quienes tienen un oído bien afinado. Cuanto mejor es, menos se puede hablar de él sin decir vaguedades poemáticas que me repelen.
Por eso, para visitar la expo de Bayón, me llevé a Luis Úrculo, que me había dicho que lo de Bayón era lo más interesante que había visto en las largas visitas a la Gallery Weekend.
Úrculo es un artista y esteta, formado como arquitecto –pero apenas ejerce como tal-- que vive en México D.F. Tiene un gusto tan refinado que hace años, cuando yo vivía en su casa de Madrid, le veía aparecer súbitamente porque alguna gran empresa le había contratado y traído de México en business class para que organizase el espacio de algún videoclip de algún cantante famoso, o para que decorase el escenario de una fotografía que iba a tener una difusión a nivel global.
Recuerdo una vez que tuvo que disponer la mesa de un anuncio: había cruzado el Océano, cosa que hacía como quien cruza la calle, sólo para colocar sobre una mesa un cuenco con limones, un florero y algunos otros objetos, en el sitio exacto y mejor. Luis lo hacía con un perfecto instinto de las masas, los colores, la geometría y las distancias. Situaba cada cosa en su sitio exacto, añadía algo de su propia cosecha, lograba en un periquete un escenario ideal, de manera que ya entendías que todo aquello sólo “podía” estar como él lo había dejado, te dejaba la sensación de que querías que él, y sólo él, organizase tu casa, tu ropa, tu cara, y hasta tu vida, y se volvía a México en el siguiente vuelo.
Visité una exposición de sus obras en Madrid hace un par de años, donde había convertido el espacio entero de la galería en su obra –incluida, al fondo del espacio, cuyo suelo había revestido de fino polvo blanco, una alberca que parecía la del pabellón de Mies van der Rohe en Barcelona, pero donde la escultura no se parecía al “Alba” de Georg Kolbe, esa delgada mujer en suave torsión corporal, con los brazos en alto, sino un brutal tótem de contornos roídos, como exhumado de una excavación, desenterrado después de pasar siglos enterrado--.
Comprendí que esa idea…no: ese conocimiento de la armonía, de la proporción, de la geometría y de los espacios bellos, sugerentes de misterios, era total. Aquella de Úrculo pertenecía, o era prolongación de una serie de exposiciones que ha hecho en México bajo el título Nunca seré piedra, en las que trabajaba en torno al concepto de la ruina, y operaba con la idea de erosionar la imagen, quitándoles el detalle que les diese un toque de “alta definición” para darles una sugestión de lavado, de erosión, de falta de interpretación.
Fuimos, pues a la galería Belmonte, en una tranquila, soñolienta y lateral calle de Carabanchel, lejos del centro. Es un lugar encantador, al que se accede por un patio con pavimento de hormigón, con plantas en los tiestos, al fondo un misterioso automóvil cubierto con una tela, y a la sombra de un árbol una mesita y unas sillas de metal.
Vi las esculturas de Bayón, me parecieron bellas, interesantes y me encogí de hombros. No tengo un oído muy fino. ¿Por qué hablan tan bien de su obra? Pregunté a Úrculo.
--Bueno, esta expo –dijo-- tiene algo que es como una disonancia, pero es una puerta abierta a algo que no es fácil de leer, pero eso precisamente es lo que me atrae. Me pasa un poco lo que a ti: para mí es incómodo, extraño, pero eso es precisamente lo que más me atrae. La primera vez que vi una expo suya me enamoré, y así sigo hasta ahora. Me encanta y me hace plantearme, cuestionarme cosas. Cruza técnicas y las aplica a otros materiales, con los que en principio no tendrían nada que ver. Fíjate cómo en varias de estas piezas hay unas cremalleras, que pertenecen al mundo textil, cerrando otros materiales inesperados. Las piezas son móviles, se giran sobre esos ejes, y aunque son muy pesadas, les da esa apariencia ligera, leve… Lo que me interesa en ella es su investigación con el material, la ambigüedad que emana de cada escultura. Bayón es inquietante. Nunca sabes qué es esto que estás contemplando. Siempre está destruyendo las conclusiones a las que has llegado. Son piezas en el limbo. Es algo que me interesa y que siento que está conectado con mi trabajo. Ella siempre deja algo abierto. Es como esas películas de las que sales algo atónito, y en los siguientes días, sin que sepas por qué vuelven secuencias a tu memoria, les das vueltas… tiene ese hechizo.