La segunda planta del Complejo Central de la Policía Nacional en Cataluña era el martes por la tarde un hervidero. Bajo un cartel manuscrito en tono humorístico en el que se podía leer “No me da la vida”, los agentes de tres de los cuatro grupos de la Unidad Central contra las Redes de Inmigración y Falsedades Documentales (UCRIF) perfilaban los últimos flecos de un dispositivo para detectar a posibles víctimas de trata de seres humanos con fines de explotación sexual en un club de Barcelona.
“Según la página web hay ocho mujeres que prestan servicios sexuales en este local”, arrancaba el briefing el inspector Peter frente a los agentes, que ultimaban los detalles del operativo. El objetivo, les indicó, sería detectar a menores de edad entre las chicas, a posibles víctimas de explotación sexual o a mujeres en situación irregular. Una vez definidas las funciones, los agentes cruzaron la ciudad de forma discreta, vestidos de paisano y en vehículos sin logotipar, hasta situarse frente a un club de alto standing ubicado en Gran Via de Les Corts Catalanes, en pleno centro de la Ciudad Condal.
Segunda inspección en dos días
Aunque el dispositivo policial estaba conformado mayoritariamente por mujeres, tres de sus compañeros hicieron de avanzadilla y accedieron, haciéndose pasar por clientes, al interior del club. En este local, apenas iluminado por los brillantes neones, tuvieron que acostumbrarse a la oscuridad para ser los ojos de sus compañeros.
Apostados sobre los taburetes de terciopelo de una de las barras del prostíbulo, fueron destripando detalles relevantes sobre la distribución del local, la ubicación de las cámaras de videovigilancia, la presencia de personal de seguridad privada o la concurrencia de clientes, escasa a aquellas horas pese a coincidir con el Mobile World Congress. Al otro lado, los escuchaban atentamente sus compañeros, que accedieron escasos minutos después, ya ataviados con chalecos policiales.
Una vez dentro, ordenaron a los responsables que apagaran la música y encendieran las luces. En una sala central, desde la que podía verse la piscina de una de las habitaciones y en la que se realizan los “pases” de mujeres, reunieron a las 10 chicas. Algunas de ellas, jovencísimas, se cubrían el rostro con las manos y las piernas, desnudas, con cojines, encogidas en un sofá de escay. Otras bostezaban sin disimular su hastío por la presencia de la policía en el local y cuchicheaban entre ellas. “Ayer ya estuvo aquí la Guardia Urbana”, murmuraban. “Esta inspección es diferente, venimos para comprobar que todas estéis bien y por voluntad propia”, les explicaba uno de los agentes.
“He dormido en el calabozo por tener a indocumentadas”
En el otro extremo del local separaron a las cuatro responsables –la propietaria, una administrativa y dos encargadas– y a los clientes. Estos últimos fueron los primeros en abandonar el local, tras abonar los servicios y las consumiciones y ser identificados por los agentes.
Mientras la policía revisaba las instalaciones, la propietaria, de 76 años, protestaba entre dientes por el trasiego de agentes en su establecimiento. “Nos han dejado sin chicas para esta noche, porque ahora las del siguiente turno no podrán entrar”. “No te preocupes, que ahora hago un corrillo y lo solucionamos”, la tranquilizaba una de las encargadas. No conforme con la respuesta, la mujer seguía insistiendo frente a un agente impertérrito: “Llevo 40 años en esto, ¿crees que no sé lo que puedo y no puedo hacer? Ya he dormido en el calabozo por tener a indocumentadas y te aseguro que no me apetece volver. Las órdenes son muy claras: no dejar pasar a ninguna que no tenga su documentación en orden. Ayer mismo echamos a una”.
Entrevistas individuales
Al otro lado del prostíbulo, los demás policías seguían centrados en las chicas, en su mayoría procedentes de Colombia, Bolivia y Cuba, para comprobar que, efectivamente, estaban allí por voluntad propia. Para corroborarlo revisaron su documentación y las entrevistaron una a una. “Nos fijamos en si tienen a mano su pasaporte y en el sello de entrada al país. Que no tengan a su alcance la documentación o que lleven más de tres meses en España –el máximo para un visado de turista– puede ser un indicador de trata”, explicaba uno de los agentes.
Asimismo, si las mujeres dan alguna respuesta a la batería de preguntas que pueda hacer sospechar a la Policía, se las traslada hasta la comisaría de La Verneda bajo cualquier pretexto para hacerles una entrevista más extensa, lejos de cualquier posible coacción. En caso de que se determine que son víctimas de trata, se inicia la tramitación del permiso de residencia y se las deriva a entidades especializadas para recibir asistencia. Además, la policía les brinda medidas de seguridad, como acompañamiento y protección durante el juicio.
Los resquicios legales
En este caso concreto, los agentes fueron llamando a las chicas por sus alias para no revelar su verdadera identidad y las entrevistaron a puerta cerrada, en las habitaciones, sin que finalmente se detectara ninguna irregularidad. Allí les preguntaron aspectos relacionados con la actividad del local: el precio de los servicios sexuales y de las consumiciones, el porcentaje que se llevan ellas o si en algún momento se sintieron coaccionadas.
Como el proxenetismo está penado en España, estos clubes aprovechan resquicios legales y argumentan que ellos no contratan y, por ende, no se lucran a costa de estas mujeres, sino que son ellas quienes, libremente, acuden para alquilarles las habitaciones del local.
La realidad es que, aún tratándose de un club de alto standing con habitaciones equipadas con jacuzzis y piscinas, las mismas por las que en los prostíbulos de Barcelona las mujeres tienen que desembolsar de media entre el 40% y el 50% de sus ingresos, todas las chicas dormían hacinadas en una sola.
Hacinadas en una habitación
En la cima de unas las escaleras flanqueadas por un enorme Buda y coronadas por una cortina de canutillos de plástico, sobre la oscuridad del club, se abría paso un almacén que hacía las veces de cocina. El espacio, iluminado con una luz brillante, como si se tratara de una vivienda, estaba equipado con decenas de taquillas. Sobre ellas reposaban los zapatos de tacón, peines y maquillaje de las mujeres. En un rincón, apiladas, descansaban sus maletas y neceseres.
Al otro lado de la pared del austero almacén se ubicaba un despacho gobernado por un enorme televisor de plasma en el que se reflejaban, en decenas de celdas, las imágenes captadas por las diversas cámaras del local. A su lado, un cartel pegado sobre una vitrina repleta de botellas del alcohol recordaba las copas que se habían bebido cada una de las chicas. Muy cerca, apiladas como las maletas de las mujeres, los responsables habían amontonado varias cajas fuertes.
Al fondo de este estrecho pasillo se ubicaba una única habitación angosta. El claustrofóbico espacio había sido forrado con literas que, previsiblemente, las propias mujeres habían cubierto con sábanas para tener un poco de intimidad durante su estancia en este local. A pesar de las condiciones en las que viven, ajenas a los clientes que visitan estos exclusivos prostíbulos, la policía no detectó indicios de ningún delito. De hecho, cuando salió el último de los agentes por la puerta, las chicas del siguiente turno ya se preparaban para entrar.