Las dos esculturas con las que los lisboetas rinden homenaje a los empedradores, forjadores del histórico y curioso adoquinado de las calles de la capital de Portugal / CG

Las dos esculturas con las que los lisboetas rinden homenaje a los empedradores, forjadores del histórico y curioso adoquinado de las calles de la capital de Portugal / CG

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Vida

Lisboa, la ciudad empedrada

La capital portuguesa tiene un gran atractivo turístico gracias a una modernidad compatible con su particular aroma decadente de antigüedad, historia y tipismo

12 octubre, 2019 00:00

La imagen más conocida de Lisboa es la torre de Belém, el puente 25 de abril o quizá la plaza Rossio, según los cánones turísticos, pero lo más representativo de la ciudad para quien la visita por primera vez es su empedrado. Y ay de aquél que no se fije en él y, además, no se adapte. Solo hay que mirar el calzado de las lisboetas para comprobar la tarea que ningún turista debe olvidar antes de aterrizar en la capital portuguesa: proteger los pies de su tan famoso como peligroso adoquinado.

De hecho, un monumento en la avenida de la Libertade, a la altura de Santa Justa, recuerda a los trabajadores --calceteiros-- especializados en cubrir el trazado de sus calles con trozos de cantos que de cuando en cuando dibujan figuras en la calzada. Es precioso, pero constituye un auténtico riesgo para los tacones, y para todo tipo de zapato en días de lluvia.

Este peculiar suelo, sin embargo, no resta atractivo a una ciudad a la que llegan millares de turistas a diario dispuestos a disfrutar de una oferta cultural potente y una gastronomía singular y accesible. Haberse convertido en un lugar de moda tiene inconvenientes, pero también ventajas, porque ha atraído a numerosos creadores en todas las disciplinas artísticas, desde los grafitis a los fogones, pasando por la música y la literatura. Y de todos los rincones del mundo.

Los barrios más antiguos mantienen un aire auténtico de sabor local, con un cierto deje de vida bohemia y aun ciertos destellos de aquella vieja melancolía característica. La llegada de las cadenas internacionales de tiendas no ha logrado aplastar a las independientes que dan ese tono tan peculiar de decadencia a zonas como Barrio Alto, Chiado, Alfama o La Baixa.

Motocarros como taxis turísticos

Motocarros como taxis turísticos

Eso sí, en estos momentos la foto de la Lisboa auténtica es una instantánea llena de turistas. Y la de sus principales atracciones, una imagen con largas colas de pacientes viajeros inmortalizando el momento con el móvil. Al visitante no le queda otro remedio que contribuir a la saturación, y la mejor forma de hacerlo es recurrir a los pequeños boogies y motocarros capaces de escalar las empinadas calles de la ciudad para no perderse ningún rincón. Hacerlo a pie es tanto como dedicarte al senderismo urbano, solo reservado para atletas o peregrinos.

Aunque no es habitual cruzarse con españoles recorriendo las calles de los barrios lisboetas, son muchísimos los que viven en la capital y sus alrededores. En unos casos porque son directivos de alguna de las numerosas empresas de aquí que se han establecido en Portugal. La presencia más visible en la capital es el Santander, que para un visitante aparece como el banco con más sucursales; y no digamos ya de las tiendas de moda en las calles más comerciales, además lógicamente de El Corte Inglés, que como Mercadona ha ensayado su internacionalización en Portugal; y de las cadenas hoteleras. También hay muchos españoles que se han trasladado una vez jubilados: el ritmo pausado de la vida portuguesa y la diferencia del coste de la vida son de los principales atractivos. En realidad, las conexiones son buenas y frecuentes: Vueling, por ejemplo, opera dos vuelos diarios entre Barcelona y Lisboa.

La capital portuguesa lleva suficiente tiempo en la cresta de la ola turística como para haber aprendido alguna de las lecciones del negocio. El ayuntamiento ha desplegado una campaña para concienciar a visitantes y a autóctonos de que deben evitar los ruidos nocturnos para no molestar a los vecinos; también trata de mantener el cuidado de las calles y la seguridad de todo el mundo, en especial de los turistas. No hay muchos sucesos como los que abundan en Barcelona, y, aunque tampoco están libres de carteristas, la confianza con que la gente se deja pertenencias encima de las mesas y sillas en bares y restaurantes mientras se ausenta muestra bien a las claras que no hay problemas de seguridad.

Tampoco se libran de la presión inmobiliaria que ejerce el turismo sobre los habitantes de las zonas más céntricas, donde se producen problemas de gentrificación tras la llegada de inversores internacionales.

El mercado de La Ribeira en pleno apogeo

Uno de los lugares de moda de Lisboa es el mercado de la Ribeira, donde decenas de restaurantes preparan platos de buen nivel para ser devorados en los bancos corridos que ocupan el centro del enorme espacio donde estuvo la antigua abacería. El invento está organizado por la multinacional TimeOut y corre el tremendo riesgo de morir de éxito por la enorme afluencia de público. Como en otros puntos de la ciudad, es recomendable fijarse en la presencia de taxis y otros transportes colectivos en el exterior, síntoma inequívoco de aglomeraciones.

En este caso concreto, merece la pena tomar la escalera del vestíbulo para subir a la primera planta, una especie de altillo desde el que se puede contemplar el espectáculo, incluso fotografiarlo, y comer como dios manda en el restaurante Pap’açorda. Es un local moderno y sencillo, sensacional en el tratamiento del pescado azul, tan olvidado en España. Además, tiene una carta interesante de vinos portugueses, y es que da la impresión de que en la restauración lisboeta tienen un pacto no escrito por el que excluyen de su oferta la producción de fuera del país, excepción hecha del champagne y también en algunos casos del cava español.

La impresión que deja Lisboa en la retina del visitante es la de una ciudad internacional, aún no globalizada, pero presionada por el turismo. Las callejuelas con veladores imposibles, más propios del Mediterráneo que del Atlántico, el permanente olor a sardina asada y el fado le dan una pátina de autenticidad decadente muy atractiva.

A veces recuerda a la España de hace unas décadas --gorrillas en los aparcamientos buscándose la vida, hombres y mujeres vestidos de riguroso negro, camareros superamables--, aunque mezclada con la modernidad del 4G y la calidad del servicio. Otras veces, estando en un buen restaurante, te podrías sentir como en un local de Nueva York por la presencia de personas de raza negra, especialmente mujeres, elegantemente vestidas y disfrutando de una cena de alto nivel. Son los descendientes de aquellos inmigrantes de las colonias africanas que llegaron al término de la dictadura salazarista y que han prosperado en la metrópoli ocupando un buen puesto en la sociedad portuguesa y contribuyendo de forma decisiva a su modernización.