Las elecciones británicas habrían debido ser un éxito para la izquierda inglesa. El Brexit es un circo, y Boris Johnson es el más grotesco de los payasos. Sin embargo, el Partido Laborista ha registrado el peor resultado desde 1935: es el fracaso personal de Jeremy Corbyn.

Sus vacilaciones sobre el Brexit, añadidas a su radicalidad comunitarista, sus amistades dudosas, su fascinación por el régimen de Irán y por Hamás, su tolerancia con los discursos antisemitas, han torpedeado las posibilidades de su partido. Justamente lo que me temía desde 2015, cuando fue elegido al frente del Labour.

Hay que releer la prensa de la época, el torrente de elogios sobre la esperanza que el hombre encarnaba. Ni una palabra sobre sus ambiguas tomas de posición en cuestión de islamismo, cuando en Europa ya vivíamos al ritmo de los atentados. Di tímidamente la voz de alerta. Y, como en cada ocasión, el aviso fue acogido con risitas condescendientes y con descalificaciones, a la vez mezquinas y paternalistas. Todo el corral estaba revolucionado: desde las avestruces hasta los papagayos.

¿Qué había dicho tan grave? Que Corbyn frecuentaba numerosas figuras integristas y antisemitas, que mantenía una oficina de permanencia en una mezquita radical de Londres, que apoyaba a Hamás y al régimen iraní, y que condenaría a la izquierda británica a perder las elecciones durante diez años. No se trataba de ningún arte adivinatorio; sólo de un poco de investigación y de una pizca de sentido común.

Sin duda escocido por no haber visto venir nada de esto durante la campaña que cubría, y en la que se centró exclusivamente en las cuestiones económicas, el corresponsal de Le Monde dedicó largas columnas a acusarme de proyectar mis “propios fantasmas sobre la realidad británica”. Por no hablar de los perros de presa habituales, Mediapart y Arrêt sur Images, que sacaron la artillería pesada para descalificar mis observaciones como “aproximativas”, cuando no directamente “falsedades”.

Ahora que las cortinas de humo se han disipado, las alertas se ven confirmadas. Los esqueletos de Corbyn han servido para devolver a Boris Johnson al número 10 de Downing Street. En el momento más crítico de la historia europea.

Unos días antes del escrutinio, saltaba a la luz que una de las páginas de Facebook del candidato laborista estaba administrada desde Gaza. Lejos de reaccionar, el Partido Laborista prefirió retuitear el alegato anti-Johnson de una mujer en niqab, que se jactaba de dar clases con ese “uniforme”. Huelga decir que todo votante de izquierdas mínimamente sensible al riesgo fundamentalista y antisemita ha tenido poderosas razones para abstenerse. Las clases populares, por su lado, han pasado olímpicamente de los laboristas. Una lección que visiblemente no quiere escuchar Jean-Luc Mélenchon.

En lugar de distanciarse de la catastrófica campaña de Corbyn, el líder de los Insumisos acude en su defensa y acusa al gran rabino del Reino Unido y a “las redes de influencia del Likud” del descalabro electoral del laborismo, para acabar presentándose él mismo como el hombre que rechaza “la genuflexión ante los ukases arrogantes de los comunitaristas del CRIF”. Qué tendrá que ver una cosa con otra.

Con un encarnizamiento desconcertante, que seguramente tiene más que ver con la psicología que con la estrategia política, Jean-Luc Mélenchon se obstina en repetir todos los errores que hicieron naufragar al Nuevo Partido Anticapitalista --NPA, antigua LCR, trotskista-- en beneficio del Parti de Gauche --partido de izquierda, fundado por Mélenchon al abandonar el PS--. Por aquel entonces, Mélenchon encarnaba la esperanza de una izquierda a la vez social y laica. ¿Qué queda de todo aquello? Dos fracasos en las elecciones presidenciales y mucho resentimiento.

¿De verdad cree que encontrará los 600.000 votos que le “faltaron” --en 2017, para pasar a la segunda vuelta-- asistiendo a manifiestaciones contra la “islamofobia”, o ladrando contra el CRIF? Esa estrategia le llevará exactamente a los mismos resultados de Hamon y de Corbyn: de esa izquierda, no hay nada que esperar.

Es urgente reconstruir una alternativa que sea a la vez verdaderamente social, y verdaderamente republicana y laica. El partido socialista francés, ese “gran cadáver de espaldas” que Sartre denunciaba en la izquierda, intenta tímidamente regresar al mundo de los vivos. Al rechazar sumarse a la manifestación contra la “islamofobia”, y adoptar una posición más proactiva sobre la laicidad, el PS ha emitido algunas señales esperanzadoras. Queda que convenzan a los gentiles compañeros de Place Publique --Plaza Pública, asociación cívico-política coaligada con el PS en las elecciones europeas-- para que salgan del buenismo de tipo Coexister. Y que asuman una dosis de Printemps Républicain --Primavera Republicana--, organización siempre atenta, y que se lanza ahora en política.

Es la única posibilidad para oponerse, de forma creíble, a la política neoliberal de Emmanuel Macron. Resistir a la retirada que se prepara, ideológica y neoliberal, y encarnar una República laica y social más firme que la del gobierno actual. Será entonces, no antes de ese día, que el gran cadáver de espaldas podrá empezar a levantarse.