Pandemia. Crisis. Incertidumbre. Estamos viviendo los meses más inestables del siglo XXI, y ya es decir, porque llevamos una racha… Desde el atentado contra las Torres Gemelas, en 2001, nada ha sido tranquilo. Absolutamente nada. Con todo, hay que remar, todos juntos, y pensar que es difícil pasar por otro momento como el actual en esta centuria. Pero que este lío hay que resolverlo hoy.

La sociedad, en general, está arrimando el hombro, se está quedando confinada y está ayudando en la medida de lo posible a superar la crisis del coronavirus. Los hay que se ofrecen a sus vecinos para comprar; los hay que utilizan sus impresoras 3D particulares para fabricar productos sanitarios... Por no hablar de las fuerzas y cuerpos de seguridad, del personal de los supermercados y otros comercios (desde los trabajadores del campo hasta los reponedores, pasando por los transportistas), de las empresas que se han reinventado para fabricar geles, batas y mascarillas, de deportistas que donan dinero y, por supuesto, de médicos y enfermeros, que se juegan la vida en condiciones extremas.

¿Y nuestros políticos? Pues, más allá de que no parecen muy dispuestos a renunciar a parte de su sueldo (todo suma en tiempos de crisis), y de que alguno que otro se salta la cuarentena, no se les ocurre otra cosa que ponerse a discutir y a mostrar división en un momento en el que lo único que sirve es estar unidos. Ya habrá tiempo de pedir responsabilidades, pero, primero, hay que salir de esta. Solo faltaba Puigdemont desde el casoplón de Waterloo para defender la gestión del Govern y decir que cumple a rajatabla las indicaciones de Torra (en Bélgica el confinamiento es más laxo, recuerdo). Por cierto, ¿se podría aplicar una especie de ERTE en el Senado?

Mientras España va camino de batir todos los récords estadísticos del coronavirus, tal vez por ser algo más transparente que muchos otros (¿de verdad, con lo grande que es China, solo se infectaron 80.000 personas a pesar de que el país cerró Wuhan tres meses después de que el virus comenzase su expansión?, ¿y con las imágenes que nos llegaban?), los políticos se tiran de los pelos. Y la pataleta de los nacionalismos de ‘me abstengo porque no me gusta tu estado de alarma’ es para replantearse muchas cosas y muy en serio.

Claro que se han hecho cosas mal. Demasiadas, tal vez. Por parte de todos. Pero es el momento de realizar críticas constructivas, que las destructivas ya habrá tiempo de hacerlas, y sumar en lugar de restar. Si en una situación tan excepcional como esta, los dirigentes son incapaces de, al menos, aparentar que van todos a una, ¿qué más podemos esperar? Unos tratan de tapar agujeros como pueden; otros aprovechan la debilidad del Gobierno para obtener réditos en las urnas. Asimismo, dicen que este virus tiene una letalidad superior a otros. Y yo me pregunto: ¿mata el virus por peligroso, o mata porque faltan recursos para frenarlo? No voy a enumerar los continuos recortes en sanidad de los últimos años, aunque alguno como Boi Ruiz presuma ahora de aquellos tijeretazos como el único salvavidas del sistema en Cataluña. Sin comentarios.

Con esto saco dos conclusiones: que demasiado bien va todo para estar en manos de quienes estamos (lo que habla maravillas de los ciudadanos, como se está reflejando también en esta crisis), y que Albert Einstein tenía razón cuando decía que hay dos cosas infinitas: el Universo y la estupidez humana (y de la primera no estaba seguro). El brillante físico también deslizó que no sabía qué armas se usarían en la Tercera Guerra Mundial, pero se aventuró a vaticinar cuáles se emplearían en la cuarta: ¡piedras! Seguro que nunca imaginó que este conflicto internacional no sería entre países, sino contra el SARS-CoV-2 (eso sí, con los estados peleando por la compra de material y la búsqueda de una vacuna).