Hay que reconstruir Cataluña, España. La economía sufre, el paro empieza a encaramarse y si el empresariado es incapaz de olvidarse un poco de los políticos y las administraciones, el futuro que nos espera es desolador.
Ha acabado el tiempo del teletrabajo motivado por el confinamiento, pero muchas compañías siguen usándolo por pánico. Lo del sector público es todavía peor: intenten realizar una gestión ante la Seguridad Social, Hacienda o los servicios públicos de empleo y se darán cuenta de que todo aquello que no está automatizado constituye un auténtico drama o una pista americana imposible de sortear. Salimos del estado de alarma a finales de junio, pero desde entonces el país vive en modo agosto.
Es cierto que el virus sigue vivo y haciendo de las suyas. Pero hasta ahora, la mayoría de brotes de contagio que se han detectado no tienen lugar en las empresas ni en las oficinas, que están observando con un rigor y un celo encomiable las medidas de protección y seguridad de sus trabajadores. Son las fiestas imprudentes, las reuniones inconscientes y otros actos sociales descontrolados los que dan lugar de forma mayoritaria a la extensión de la enfermedad.
Las empresas, sin embargo, están en el punto de mira regulador de la administración. Como si el empresario no fuera el primer interesado en la salud de sus plantillas y en el buen funcionamiento de su organización. Nada pueden hacer respecto a la vida privada de sus empleados, pero sin embargo continúan aplicando sistemas de trabajo propios del estado de alarma por el miedo a denuncias y a la pérdida de reputación que pueda suponer un eventual contagio en su organización. Con esos mimbres, todas las grandes empresas están aplicando medidas que suponen una merma de la productividad y de la eficiencia notables. Y del Gobierno, ni les cuento: parece considerar a las empresas como adversarios, sin un solo gesto fiscal o tributario para estimularlas en esta crisis, todavía con los atávicos y trasnochados complejos de una izquierda que iguala emprendimiento a explotación.
Del teletrabajo forzado pasaremos al racional. Hay muchos empleados que tienen pavor a regresar a sus puestos de trabajo. En algunos casos la razón es objetiva, son personas con condiciones de salud o grupos de riesgo que deben extremar las cautelas. En otras situaciones, el trabajo domiciliario se ha convertido en una especie de refugio. Los hay de todos los colores y sabores, como en casi todo. Lo cierto es que, si en septiembre el país no regresa a una normalidad mínima en lo empresarial, los daños que sufriremos como sociedad pueden resultar estratosféricos. Si nos empeñamos en perpetuar el sistema de protección solo en el ámbito laboral y no se señalan cautelas en el resto de nuestro proceder como individuos acabaremos convirtiendo la actividad productiva en una especie de problema existencial y mataremos la actividad económica, la prosperidad y el desarrollo colectivos.
Es, como en otros momentos de la historia, el tiempo de los valientes. De aquellos que han decidido no ralentizar sus movimientos, sino incluso de darles mayor velocidad para recuperar el tiempo perdido. Y, en ese contexto, la política y los políticos son malos acompañantes. Lo estéril de una buena parte de sus debates y planteamientos es la prueba del nueve de la necesidad de recuperar el emprendimiento de la sociedad civil. Y los empresarios deben ser justo los primeros agentes de esa reconstrucción que se necesita, no solo para recuperar el tiempo perdido, sino incluso para ganar el tiempo que está por vivir y disfrutar entre todos. Con cuidado, por supuesto, pero sin tanto miedo.