Es legítimo, e incluso necesario, que el ciudadano exprese su cabreo con este encierro pandémico que le ha tocado vivir. El aislamiento se está haciendo muy pesado, de ahí las imágenes vistas el pasado domingo, fruto de la irresponsabilidad en algunos casos, cuando familias enteras salieron en tromba a las calles y, en el caso de Barcelona, a las playas.

Que en un momento de calentón, mandemos al carajo un plan de desescalada difícil de entender, pues es imposible dar pautas a todas y cada una de las circunstancias territoriales existentes en España, es absolutamente normal. No así que quienes tienen la responsabilidad de gobierno o quieran tenerlo carezcan de altura de miras y templanza, y arremetan desde el minuto uno contra el anuncio de Pedro Sánchez. Confuso, muy confuso, sobre todo para las empresas que necesitan la reactivación económica como agua de mayo, nunca mejor dicho.

Pero una cosa es advertir de las posibles disfunciones de un plan del que todavía no hay concreciones --parece que la palabra gradual evidencia el déficit de comprensión lectora de algunos--, y otra abundar en esa estrategia del desgaste que utilizan PP y el Gobierno de Quim Torra. Que ese es el objetivo del president lo demuestran sus propias contradicciones y su relativismo científico. Esto es, que cuando conviene se sacralizan las recomendaciones del gurú sanitario del Govern, Oriol Mitjà, pero si éstas no se adaptan al ideario independentista, se ningunean y punto.

“El plan de desconfinamiento español es prudente y tiene buena base científica. La recuperación de actividad económica por sectores es muy acertada y, con el compromiso ya demostrado por la ciudadanía, puede tener éxito. Pero faltan medidas concretas de control y seguimiento”, escribía Mitjà en su perfil de Twitter. Algún día se debería analizar si asuntos de ese calado se deben sustanciar en las redes sociales, pero ese es otro debate. Las palabras del infectólogo, que incluyen dudas más que razonables, no tienen nada que ver con los exabruptos que, día sí y día también, lanzan Torra y sus consejeros en las ruedas de prensa que ofrecen a los catalanes, diseñadas al dictado de ese quiero y no puedo independentista. A esas ínfulas de nación incomprendida. A esa pretendida soberanía propia. A ese derecho a decidir que lo aguanta todo. A ese provincianismo que se gastan los miembros del Govern.

Porque ya no es patriotismo lo que rezuman los responsables de este procesismo finisecular. Ni siquiera es nacionalismo. Es palurdez. “Que los niños salgan a la calle a la catalana”, dicen, en referencia a unas franjas horarias que complican la vida de las familias y que nadie va a controlar. ¿Lo harán los Mossos o la Guardia Urbana, que parece que también lo aguantan todo?

Lo del provincianismo viene precisamente por la pataleta secesionista sobre la desescalada asimétrica por provincias en lugar de regiones sanitarias. Hasta ahí, el debate es pertinente. No así que Torra introduzca el factor histórico, consistente en denunciar que las provincias son un invento de 1833. Lo dicen los mismos que en ocasiones ven un 1714 en las mascarillas enviadas por el Gobierno o pretendían volver a las veguerías medievales.

Y lo que es más grave, lo dicen quienes nunca se atrevieron a cargarse las diputaciones provinciales, cuya financiación procede mayoritariamente del Estado, y que la Generalitat ha exprimido bien cuando le ha convenido --sobre todo cuando CDC las ha presidido-- para ahorrarse dinero en servicios que en realidad les competen, por ejemplo las guarderías o el reparto de test de detección del virus a los ayuntamientos. Por no hablar de la pillada de las subvenciones supuestamente destinadas a la cooperación, pero que en realidad iban a parar a las arcas convergentes, en la Diputación de Barcelona presidida por el convergente Salvador Esteve

El desprecio de Torra a las administraciones locales quedó claro en su respuesta a la carta enviada por una veintena de alcaldes que le habían ofrecido lealtad y colaboración en la lucha contra la pandemia. El president instó a las diputaciones y a los ayuntamientos a hacer un frente común para presionar al Estado.

Para eso, para poner rumbo de colisión, sí son buenas las diputaciones provinciales.