Cataluña debe ser el único país del mundo donde los revolucionarios viven del sistema público, al calor de unas instituciones a favor. Solo así se explica la frivolidad con la que presentadores de TV3, como Jair Domínguez, piden llenar las calles de “100.000 locos dispuestos a todo”. Eso sí, con la promesa de que la violencia siempre la pone el Estado, y me temo que con la certidumbre de que quien la va a sufrir nunca será quien la predica.
¿Quién está dispuesto a morir por la causa? Esta es la pregunta que no se atreve a formular Domínguez, porque sería el primero en salir corriendo al ver que el 1-O fue solo un juego de niños. Pero el aburrimiento burgués de Domínguez le anima, sin saberlo, a llamar al conflicto civil. A una violencia que solo eclosiona al someter a la sociedad a unas condiciones extremas, cuando la fina capa de la civilización se rompe y da paso a los instintos más primarios, y que afortunadamente nuestra generación tampoco ha vivido, pero que algunos tenemos la decencia de no invocarla en contextos democráticos.
No dudo de que la hipotética situación con la que sueña Domínguez sería una oportunidad para él de conocer aquella Cataluña que ignora y que también existe. La que no mea colonia y que sólo vislumbramos en los momentos de más tensión de 2017. Cuando otros hombres, jóvenes y catalanes con banderas españolas empezaron también a salir a la calle. Una Cataluña ni sistémica ni funcionarial, pero latente en las entrañas de la sociedad. La que para Domínguez quizás solo sea un lejano recuerdo, si es que fue a la escuela pública o llegó alguna vez a jugar al fútbol. Porque en las horas más oscuras el conflicto nunca sería contra policías, sino entre conciudadanos sin nada que perder. Es lo que pasa cuando se impone la lógica de la violencia y el caos con la que los graciosillos flirtean, pero ante la que después jamás comparecen.
Nunca culparía a Domínguez por tener miedo y abandonar a sus camaradas en el campo de batalla a lo Boris Grushenko. Al fin y al cabo vive en una sociedad libre que le ha dado la oportunidad de progresar. Solo le pediría un poco de coherencia y que aprenda de otro cómico, como Woody Allen. Su gran éxito ha sido crear una parodia de sí mismo. En sus películas es consciente de que nunca será el hombre que seduce a las mujeres por su físico. Ni tampoco un valiente guerrero. Pero se ríe de sí mismo. A veces lo más honrado es aceptar las propias limitaciones, y dejar de jugar a la guerra cuando sabes que el ojo, el cuerpo o los cojones siempre los van a poner otros.