Idealismo frente a pragmatismo. Ese bien podría ser el común denominador de lo sucedido este fin de semana en el seno de dos partidos de derecha españoles que han visto reventar sus costuras tradicionales para avanzar hacia el futuro por una senda distinta a la tradicional. El Partido Popular virará más a la derecha poniendo de manifiesto el descontento de una parte de su estructura con los que han sido sus rectores en los últimos años. Pablo Casado le da con su victoria un ligero apretón a las posiciones más conservadoras de la formación. En Cataluña, la derecha independentista se ha cargado otra vez la neoconvergencia para asociarla a un proyecto bonapartista liderado por el huido Carles Puigdemont. También aquí se ha pasado factura a aquellos dirigentes, en especial a Marta Pascal, que han intentado en los últimos meses tender puentes con el resto de España para resolver el contencioso político que se exaltó a finales del año pasado.

Tanto Casado como Puigdemont son políticos de perfil más radical, acceden al control respectivo de sus partidos con posiciones menos dialogantes y más exigentes. Son una vuelta de tuerca, a la derecha, claro, de una maquinaria que concentra enormes cantidades de poder en sus respectivos ámbitos. El caso del expresidente catalán y su peronismo es todavía más sangrante por cuanto su condición de huido de la justicia le obliga a pilotar a distancia su formación política, que pondrá al servicio de la neonata Crida Nacional per la República.

La victoria de Casado es también la derrota de la Brigada Aranzadi que, bajo el control de Soraya Sáenz de Santamaría, hizo un espantoso ridículo en la gestión de la crisis catalana. Es un golpe al marianismo, a su quietismo y a la mirada desviada con los asuntos de corrupción. Con ellos cae de forma estrepitosa su hombre en Cataluña, el que fuera delegado del Gobierno antes y durante la intervención del 155, Enric Millo. Que Casado matizará con el tiempo sus posiciones actuales no debiera resultar extraño, como tampoco lo será que durante una primera fase intensifique las apuestas que le han llevado a ganar el congreso del PP.

Las concomitancias entre ambos casos son obvias. Con la dilapidación pública de Marta Pascal, Puigdemont y su corte napoleónica hunden también la vía de diálogo autonomista para conducir a la derecha catalana a las mismas posiciones radicales que ya ha interiorizado la izquierda independentista: república o república.

Los extremos de la derecha española, por tanto, salen fortalecidos este fin de semana para encarar con cierta arrogancia el nuevo curso político y las elecciones municipales y europeas que están a la vuelta de la esquina. El actual es un buen momento para que las posiciones más centradas del espectro parlamentario tomen nota de que la radicalidad no es patrimonio de la izquierda. Es, quizá, la ventana de oportunidad para que Ciudadanos y PSOE refuercen la zona de orden y de progreso de la sociedad española.

Aprovechar o no este espacio político que puede abrirse, bucear en aquel pacto del abrazo que Podemos dinamitó, podría ser bien recibido en muchos ámbitos de la sociedad española a los que los símbolos de identidad nacionalista y el extremismo de derechas no convencen. La ciudad de Barcelona podría ser quizá un primer banco de pruebas de lo que pueda acontecer en el futuro. Pero para eso Miquel Iceta e Inés Arrimadas deben estudiar qué les conviene más a sus respectivos partidos en el medio plazo y, sobre todo, a los intereses de los ciudadanos que les votan. El proyecto de Manuel Valls, transaccional e ilusionante (europeísta, modernizador y cosmopolita), no debería analizarse con el cortoplacismo y la radicalidad que los dirigentes de los partidos acostumbran a usar para sus proyectos electorales.