La OCDE anda preocupada por el futuro de las pensiones, tanto las públicas como las privadas, aunque parece creer que los Gobiernos están en mejores condiciones para intervenir en las segundas que en las primeras.

Quizá sea porque en el caso de las que dependen de la Seguridad Social los problemas que va a generar la pandemia solo serán visibles a medio y largo plazo. De momento, el coronavirus ha incrementado las muertes de los mayores de 65 en un 0,2%, lo que quiere decir que el sistema se ha ahorrado una cantidad equivalente en el pago de jubilaciones. Después, ya se verán los efectos de la pérdida de empleo y, en consecuencia, de las cotizaciones de cara al futuro, cuya bajada obligará a los Estados a recurrir otra vez a la deuda.

El sistema privado es harina de otro costal. La OCDE quiere que los Gobiernos sean rigurosos a la hora de autorizar rescates anticipados de los planes de pensiones debido a la pandemia, incluso señala a México y Nueva Zelanda por abrir demasiado la mano. Y les pide ideas y medidas para que los ciudadanos sigan ahorrando, incluso los trabajadores temporales, los que lo hacen a tiempo parcial y los autónomos. Tiene tanto interés en el asunto que también se refiere a los trabajadores “informales”, que es la manera de aludir a la economía sumergida, como posibles ahorradores.

Estas recomendaciones caen en saco roto en el caso de España porque precisamente este año el Gobierno ha reducido la aportación máxima a estos instrumentos de ahorro de 8.000 euros anuales a 2.000. En 2019, el activo de los planes de pensiones privados subió un 13%, mientras que el de los de empresa bajó un 10%. El Gobierno quiere revertir esa tendencia y para ello sube el tope en los planes de empresa hasta los 10.000 euros y baja a 2.000 los individuales, como si ese trasvase constituyera un incentivo para las empresas, cuya resistencia al modelo de empleo ha frustrado su desarrollo.

La timidez de la OCDE ante la banca y, en general, ante la industria financiera le lleva a omitir uno de los grandes problemas de la previsión a largo plazo, las comisiones de las gestoras que administran esos recursos. En 2019, la rentabilidad de los fondos de pensiones españoles marcó el récord histórico del 8,8% --lo nunca visto--, pero ha pasado muchos años en negativo. En estos momentos, el corretaje financiero medio por la administración de estos instrumentos de ahorro consiste en el 0,20% en concepto de depósito y en el 1,25% por la gestión. Se aplican sobre el patrimonio, independientemente del resultado del año. O sea, que si el partícipe pierde 1.500 de sus 50.000 euros, pongamos por ejemplo, la gestora le cobrará igualmente 725 euros. Si ha tenido la suerte de obtener un rendimiento del 3%, ganará 1.500 euros, pero deberá entregar la mitad de la ganancia.

No parece razonable que el riesgo de quien toma las decisiones solo se refleje en la cuantía de sus ganancias, jamás en forma de pérdidas, que siempre van por cuenta del cliente. Es lógico que la fórmula tal como se aplica solo atraiga a los ciudadanos con rentas más elevadas, pero es un desastre que nuestro Gobierno no sepa ver el problema, que se empecine en los planes de empleo contra la voluntad de las empresas y que incluso la OCDE silbe y mire hacia otro lado.

El 37% de los beneficiarios del sistema privado pertenece al 10% del grupo de contribuyentes con rentas más altas, y es lógico que sea así porque son los que tienen el marginal más alto y los que supuestamente tendrán más ventajas una vez jubilados cuando la tarifa les caiga a la mitad. ¿Qué provecho puede sacarle a ese aplazamiento del pago de impuestos alguien con ingresos modestos? Ninguno.

Los planes de pensiones no nacieron para hacer ganar dinero a la banca, ni siquiera para que las rentas altas se vieran beneficiadas. Su propósito era --y es-- aliviar la presión sobre el sistema público de reparto, y para eso tiene que ser atractivo para las rentas más bajas.