Para una generación, entre la que me cuento, España y lo español fueron una especie de prohibido retorno al pasado. La dictadura franquista se apropió de un discurso de país que asociaba sus símbolos a la carcundia, al facherío más infame de frailunos y militares y a la antigüedad, no en el sentido histórico del término, sino como contraposición a lo cosmopolita, avanzado y novedoso. España, recuerdo, era una especie de sustantivo impronunciable para quienes hemos rebasado la cincuentena.
Los nacionalismos, en cambio, se presentaron como el reverso de esa moneda. Tanto da si eran catalán, gallego o vasco. Edificaron a partir de 1978 sus virreinatos autonómicos como contrapeso a un Estado anquilosado, pendiente de rejuvenecer, incapaz de atender con rapidez las necesidades sociales que afloraban y acomplejado en lo político por las conexiones que subsistían con el régimen anterior. La Constitución distribuyó el poder político de forma regional bajo el principio de lealtad institucional. El nacionalismo se desinhibió de inmediato. Alcaldes que antes de 1979 eran franquistas se pasaron a la nueva Convergència i Unió y santas pascuas. Aquellos neonacionalistas construían medios de comunicación innovadores, edificaban administraciones de nueva planta que pretendían superar la etapa anterior a base de modernidad y todo con un prioritario objetivo: reventar la España rancia, dibujada en el acervo colectivo como un espíritu castellano inmovilista, retrógrado y simplón.
Durante décadas lo catalán, por ejemplo, se presentaba en público como más cool que lo español. La lengua, la actividad económica floreciente, la vanguardia cultural (urbanística, artística, literaria…), las experiencias sociales más avanzadas y todo un conjunto de actuaciones lideradas por un espíritu superador de la dictadura franquista contribuyeron a que lo catalán se presentara como un emblema de progreso, desarrollo y avance que generó no poca admiración más allá del Ebro.
El nacionalismo catalán introdujo lo español por el pasapuré de la decadencia. Y construyó con ello un relato diferenciador que caló en toda una generación gracias a su sistema educativo y a un conglomerado domesticado de medios de comunicación. Podría decirse que hasta el gol de Andrés Iniesta en la final del Mundial de fútbol muchos catalanes sentíamos hasta cierto reparo en pronunciar el término España siempre que no fuera para usos de mero descriptor geográfico o administrativo.
Ni las pulseritas en la muñeca, ni la ultraderecha de la bandera del águila franquista, ni los nostálgicos del Cara al Sol son España hoy. Es más, esa representación simbólica y su profusión de signos ha caído en manos del independentismo catalán. Poco a poco, en su meteórica y desenfrenada carrera procesista de esta década han dado pruebas sobradas de que bajo sofisticados eslóganes de avance político acumulan el máximo conservadurismo que tiempo atrás se atribuía a España como representación conceptual de la antigüedad. El secesionismo, en un mundo global e interrelacionado, es lo más distante de la modernidad, la solidaridad y el progreso.
Quizás todas esas razones son las que habiten detrás de una cierta reivindicación ciudadana [los políticos siguen sin atreverse] de lo español. La sociedad, timorata siempre con las actitudes patrióticas o nacionalistas, balancea una parte de su pensamiento como réplica al separatismo catalán. Las banderas han regresado a las ciudades españolas en reacción a las manifestaciones independentistas. El 12 de octubre, en Barcelona, una parte significativa de la población, cansada de un relato excluyente en lo sentimental, ya participó desacomplejada y exhibió un orgullo inexistente hace apenas 10 años. En los bares de alguna comunidad autónoma vecina a Cataluña las tapas de los bares lucen pequeñas banderitas de España a modo de palillos para recibir a los (¿provocadores, insolentes, según su propia terminología?) independentistas que acuden a celebrar el puente ataviados con lazos amarillos.
El relato de los 80 y 90 sobre la España represora, clerical, clientelar, caciquil y de moralidad decimonónica sigue empleándose desde el nacionalismo como oposición a sus esencias de hipotética modernidad. Pero la plena integración en la Unión Europea, la creación de un mercado conjunto con moneda única, la evolución ciudadana (por el acceso generalizado a la educación y la sanidad pública) deja a estas alturas del siglo XXI sin argumentos a quienes sostienen su voluntad de separación en las diferencias existentes décadas atrás y las reduce a mera e insolidaria endogamia. Hoy no hay nada más europeo que un madrileño o un andaluz, y no hay nada más español que un indepe de la Cataluña profunda, cuasi carlista.
Entre esas reflexiones de fin de semana largo llega el recuerdo de aquellas pintadas callejeras en los primeros años de la transición que exponían que “contra Franco se vivía mejor” o “con Franco llovía más”. El independentismo se halla cobijado en esa misma tesitura: “Contra España se vivía mejor”, tanto da que fueran José María Aznar o Mariano Rajoy su imagen pública. Ese enroque resultó válido hasta que el concepto España, lo español, empezó a aventajar a la Cataluña alicaída por el pujolismo, a lo catalán. Los vascos lo vieron venir y, con su posibilismo de ir por casa, dieron media vuelta. Al nacionalista catalán todavía le puede el amor propio ante la derrota frente a un Estado tan imperfecto como actualizado y el resentimiento y la frustración propia del fracaso de su sentimental gesta ante los propios ciudadanos. El sostenella y no enmendalla del mero orgullo.