"El señor Torra no es más que un racista al frente de la presidencia de la Generalitat de Cataluña, de ahí que nosotros dijésemos, y yo en particular, que el señor Torra no es ni más ni menos que el Le Pen de la política española".

Estas palabras las pronunció Pedro Sánchez el pasado 21 de mayo, durante una rueda de prensa en la sede del PSOE, en la que también tildó al presidente de la Generalitat de “supremacista” y “xenófobo”.

Siete semanas después, Sánchez --ahora ya como presidente del Gobierno-- ha recibido al “racista”, “supremacista” y “xenófobo” Torra en la Moncloa para “normalizar” las relaciones entre ambos ejecutivos, nacional y autonómico.

Se podrá decir que el diálogo nunca está de más; que en política hay que hablar hasta con el diablo; que intentar recuperar la convivencia en Cataluña bien vale tragarse algunos sapos; que el presidente del Gobierno está moralmente obligado a recibir a todos los presidentes de las CCAA sin excepción; que este tipo de encuentros forma parte de las obligaciones institucionales de cualquier gobernante; que conviene y es inteligente dar una salida al independentismo más pragmático tras el fracaso del procés... Todo lo que se quiera, pero yo a los “racistas”, “supremacistas” y “xenófobos” no los recibo, ni trato de “normalizar” relaciones con ellos.

Parece legítimo --e incluso razonable-- que el presidente del Gobierno realice gestos para rebajar la tensión política, que opte por un talante distinto al mostrado por su antecesor e incluso que active comisiones bilaterales sectoriales entre ambas administraciones. También es legítimo --aunque nada razonable-- que apueste por la estrategia del contentamiento para afrontar el problema del nacionalismo catalán, a pesar de que 40 años en esa dirección han demostrado que es un error. Es legítimo --aunque un error histórico-- plantear una reforma constitucional en clave federal y la recuperación de los aspectos inconstitucionales del Estatut para tratar de calmar al insaciable secesionismo nacionalista.

Lo que resulta inaceptable como presidente del Gobierno de España es recibir con todo tipo de atenciones y guiños de complicidad a un dirigente autonómico que acumula escritos y declaraciones insultantes contra los españoles y contra los catalanes castellanohablantes o no nacionalistas por el mero hecho de serlo. Y que se presenta con un lazo amarillo para denunciar que en España hay "presos políticos" y no rige el Estado de derecho.

Y todo ello con el añadido de que, a pesar de la mano tendida de Sánchez con el independentismo político desde el primer día que llegó a la Moncloa, este ha respondido con amenazas y desplantes. Así, los Puigdemont, Artadi, Torrent, Tardà, Pujol y demás secuaces han prometido que no han renunciado a la unilateralidad, que volverán a la desobediencia, que aplicarán el “mandato” del 1-O, que de lo único que están dispuestos a hablar con el Gobierno es de la aplicación del “derecho a la autodeterminación” de Cataluña, que hay que “facilitar el momento para la independencia” y que simplemente esperan una ventana de oportunidad para “implementar la república”.

Es cierto que --de momento-- la Generalitat de Torra no ha soltado a los presos preventivos por el intento de secesión unilateral a pesar de que están bajo su custodia. Pero ya veremos si aguanta la presión de los CDR, la CUP y los gurús mediáticos --tipo Enric Vila-- que les tildan de “carceleros” de los héroes del 1-O. Nada es descartable con los que se han atrevido a hacer dos referéndums secesionistas --utilizando a niños y ancianos como escudos humanos contra las fuerzas policiales que debían cumplir un mandato judicial-- y dos declaraciones unilaterales de independencia. Además, la liberación de los encarcelados sería una buena oportunidad para demostrar a los suyos que no van de farol.

Mientras el independentismo político no asuma la derrota del procés, renuncie a la vía unilateral, reconozca que el único camino posible es el autonomismo y cumpla las leyes y las sentencias de los tribunales --empezando por las relacionadas con el bilingüismo escolar--, ningún acercamiento es sensato, y menos con aquellos a los que se les tilda de “racistas”, “supremacistas” y “xenófobos”.