Muchos años, un tiempo indeterminado, deberá transcurrir para que muchos catalanes nos reconciliemos con la televisión autonómica. Televisió de Catalunya (TV3) lleva 40 años entre nosotros y la última etapa de su historia ha sido una de las más controvertidas al convertirse en el altavoz de una determinada Cataluña mientras daba la espalda al resto de la ciudadanía.

Del invento de Alfons Quintà y Enric Canals en los primeros 80 a los canales actuales dista una enormidad. En sus primeros años, la televisión catalana fue un campo de innovación, sorpresa y agradable aplicación del talento a la industria de la comunicación. Con todos los matices políticos que se quieran añadir, TV3 fue un medio de comunicación entregado al pujolismo, pero integrador e inclusivo, útil. Justo lo contrario de su fisonomía actual, cuando el procés ha convertido la tele pública en una caricatura de su propia historia.

Durante todo el tiempo transcurrido desde su nacimiento, la empresa televisiva de capital público no ha parado de consumir recursos y aumentar estructuras. Solo en personal sus aproximadamente 2.500 empleados son cinco veces más que la plantilla de Antena 3, un canal privado de ámbito español con el que disputa los liderazgos de audiencia. Y disponer de ese inmenso contingente de profesionales no evita que las diferentes cúpulas directivas se vean obligadas a adquirir contenido a productoras privadas y por tanto a externalizar con más coste todavía una parte de la parrilla de emisiones.

Hacer una televisión en catalán para un mercado potencial regional se ha demostrado poco viable desde una perspectiva empresarial. El caso más paradigmático es el de 8TV, que de la mano de Godó, primero; Mediaset, después; y ahora el empresario italiano Nicola Pedrazzoli, malvive en el sector. También hay experiencias de televisión local en diferentes puntos del territorio que no acaban de justificarse por el servicio que prestan a la población. La tele es cara, competitiva y compleja de gestionar, todavía más cuando las nuevas plataformas de streaming han venido para quedarse y esos Netflix, Youtube, HBO, Movistar+, Amazon… ya usurpan una parte importantísima de las audiencias de pantalla.

Ni siquiera la singularidad territorial del medio justifica la existencia de TV3 con su morfología actual. Mientras se debate sobre su control político –ahora quizá algo menos asambleario tras el acuerdo entre republicanos y socialistas–, con los nacionalistas hiperventilados quejándose de los usos y costumbres lingüísticos –y aquí demuestran tener un problema de salud mental más que conceptual–, nadie en la autonomía se plantea el verdadero debate: ¿tiene sentido mantener una televisión pública autonómica con la dimensión y el coste actual? ¿Nuestro modelo de estado del bienestar puede permitírselo? ¿Tiene utilidad real más allá de simular un imaginario de estado propio?

Se le ocurrió decir a la presidenta de la Corporación Catalana Audiovisual, el holding que agrupa a la televisión y a la radio pública catalana, que los medios debían buscar a los mejores expertos para ilustrar las informaciones con independencia de la lengua en la que se expresaran. Las palabras de Rosa Romà no dejaban de ser un Perogrullo profesional, vamos. Pues el cantautor Lluís Llach, el expresidente huido en maletero y un palanganero de Artur Mas decidieron tirarse en tromba contra la autora de una afirmación que no provocaría el menor debate en una comunidad que no viva su enfermedad política con la intensidad identitaria de Cataluña.

No, la lengua catalana, su preservación y cuidado, no justifican el engendro mediático en el que se ha convertido TV3. Con el pretexto lingüístico, la televisión autonómica catalana es la más cara, ineficiente y divisoria de cuantos medios públicos existen en España. El sector privado ya ha ocupado espacios en el mapa de comunicación territorial y, de hecho, la radio privada en catalán supera en mucho a la pública desde hace años. Con menos coste, más beneficio y hasta más influencia en todas sus dimensiones.

Por algunas de esas razones aún se hace más difícil convivir con un proyecto audiovisual que en manos de directivos y profesionales nacionalistas se ha convertido en una máquina de expender odio, hispanofobia y sectarismo. Lejos quedan aquellos informativos innovadores, aquellas iniciativas de programas que después se exportaban, las series propias y otros tantos productos de calidad que se fabricaban con menos recursos y más talento aplicado.

Está claro que el debate sobre el modelo sigue pendiente. Sobre si TV3 debe informar sobre la guerra en Ucrania con reporteros propios y alardes de coste periodístico a la par que consigue las imágenes más rápidas sobre una granizada en el Ampurdán. Si debe pagar millonadas por derechos futbolísticos del Barça, Espanyol o Girona en vez de dedicarse a las categorías territoriales inferiores y al fútbol femenino, por ejemplo.

El exceso contrastado de plantilla, el enorme golpe al presupuesto público que supone su perímetro, y el resto de fijaciones políticas y derivas costumbristas en las que ha caído TV3 hacen difícil que muchos catalanes vuelvan a sintonizarla en sus equipos receptores. Mientras prevalezca la misma matraca de forma constante, la televisión pública de Cataluña será todavía más cara porque se fabrica y realiza para una porción cada vez más minoritaria de la población. Y no parece que ese deba ser el modelo que garantice su subsistencia y continuidad en el largo plazo. Los partidos políticos deberían introducir ese debate en sus programas electorales y dejarse ya de la pugna por el control. Si no se aplican medidas urgentes, pronto habrá muy poco por lo que pelearse y la tele catalana significará en términos de influencia apenas lo que una pastoral dominical en las iglesias.