El 29 de noviembre del año pasado, en plena aplicación del artículo 155 que supuso la intervención de la Generalitat de Cataluña, tres asociaciones catalanas de prensa firmaban al alimón una carta dirigida al Departamento de Presidencia en la que alertaban de los riesgos que suponía la no resolución de las convocatorias de subvenciones públicas para 657 medios de comunicación. Entre otros, el peligro de unos 5.000 empleos, las consecuencias para el pluralismo informativo, el equilibrio del territorio, perjuicios laborales y sociales y, finalmente, “el cierre de las empresas editoras más vulnerables”. Esta carta, de la que este digital dio cuenta unos días más tarde, constituía toda una declaración de intenciones sobre la situación real del mapa de la comunicación en Cataluña.

Con la cuestión del uso de los fondos públicos para alimentar los medios de comunicación hay mucha confusión interesada, información manipulada o mediatizada por la mayoría de los propios medios que son perceptores de estas dádivas en muchos casos arbitrarias y/o gráciles.

De lo que se quejaban los editores era del bloqueo del dinero que la Generalitat destina de forma anual a subvenciones. Es decir, la pasta que pagamos todos en sufragar los proyectos de prensa del territorio y que van, desde las grandes cabeceras editadas en Barcelona, hasta la más pequeña hoja parroquial o publicación de grupo excursionista de una pequeña localidad catalana.

Con este sistema de entrega a fondo perdido (existen algunas vinculadas a proyectos que jamás se evalúan a posteriori), aunque se intenta dar apariencia de objetividad (algunas están indexadas a criterios de audiencia), la posibilidad del Gobierno catalán para hacer prevalecer uno u otro interés es estratosférica.

Además, las subvenciones acostumbran a ajustar el dinero que esos mismos medios de comunicación reciben a través de la llamada publicidad institucional. Vayamos a ello. El primer anunciante público de Cataluña es su administración autonómica, que en 2017 inyectó la friolera de 10,1 millones de euros por esta vía. Los más beneficiados son los clásicos de siempre: La Vanguardia y El Periódico (entre la prensa escrita), RAC1 (como emisora de radio) y El Nacional (de los digitales nativos). Mención aparte merecen los grupos Punt Avui y Ara, que combinan ediciones en papel, digital y, en el caso del gerundense, televisión.

Hay varias cuestiones a considerar. Algunos de estos medios tienen, además, ingresos públicos adicionales procedentes de otras administraciones: la Diputación de Barcelona, controlada por los mismos grupos que gobiernan la Generalitat, y el Ayuntamiento de Barcelona. La primera es también otro de los grandes financiadores del independentismo, mientras que la segunda, en manos de Ada Colau, sostiene las ediciones locales de las grandes cabeceras de la ciudad.

En síntesis, subvenciones más publicidad institucional es igual a garantía de servilismo informativo, alineación editorial con las tesis políticas y caja de resonancia (antes se llamaba propaganda) de la ideología que predomina. Los grupos empresariales más grandes lo hacen acomplejados, según su solvencia, y con algo de distancia (o con un medio sí y otro no), mientras que los más pequeños o dependientes se entregan a la causa sin objeciones. Un periodista de Le Monde se asombraba de cómo habíamos llegado a tal estado de cosas. Si algo han aprendido los rectores de la cosa pública catalana es que sin medios de comunicación partidarios difícilmente podrán pervertir el estado de opinión hasta que convenga a sus intereses.

La carta de los editores catalanes mencionada al principio, como el editorial único que publicaron varios medios de la comunidad, no son sólo síntomas de la existencia de un extenso conglomerado mediático entregado al mejor postor, sino una constatación de la dependencia y retroalimentación que existe entre lo que antes era el cuarto poder y el verdadero poder público institucional. Como confesaban inocentemente los editores, muchas de esas empresas no son competitivas por sí mismas y se verían obligadas a bajar sus persianas si no dispusieran de la aportación pública.

Quienes hemos declinado formar parte de ese estado de cosas (y sin ánimo pretencioso quizás ya somos los únicos en no percibir fondos de las administraciones) somos acosados, arrinconados, marginados y tildados de fachas, fascistas o reaccionarios. Por fortuna, los lectores no todos están adocenados y saben distinguir la actitud crítica que se le supone a una prensa honesta de la mera calumnia o de la difamación interesada. Es más, cuanto más lo intentan más crecemos.

Si algún día existiese verdadero interés en recuperar la integridad moral de Cataluña para afrontar el futuro desde una perspectiva moderna y europea, eso sería imposible sin que la industria de la comunicación catalana reciba una auténtica sacudida, tanto en el ámbito público como en el privado. Porque, claro, llamar sector privado de editores a quienes, como el diario Ara, subordina en su memoria anual los resultados empresariales a las subvenciones que están por venir no es más que hacerse trampas al solitario.

La verdadera independencia de la prensa, apreciados lectores, ya sólo puede buscarse en la lectura de las cuentas de resultados. Todo lo demás es humo; nacional, que le llaman algunos, pero humo al fin y al cabo…