Estos días se ha publicado la relación de indultos concedidos por los gobiernos democráticos de los últimos 40 años, y he de decir que solo recordaba unos pocos, los más sonados. Pero seguro que los hubiera tenido presentes si con cada uno de ellos se hubiera montado el pollo que se ha montado ahora con el caso de los indepes encarcelados.
La decisión que ha de tomar el Consejo de Ministros es muy difícil, aunque ya se ha visto que mucho menos para quienes no tienen esa responsabilidad. El mismo Tribunal Supremo ha sido unánime, y con razón porque desde el punto de vista jurídico la mayor parte de los condenados no reúnen las condiciones para beneficiarse de la medida de gracia. Otra cosa sería saber exactamente a quién responden los magistrados con su contundente dictamen: una buena parte del texto no parece dirigida ni al Gobierno ni a los condenados, sino a los dos miembros del Tribunal Constitucional que han cuestionado la sentencia del 1-O.
El indulto es una decisión política y el argumento más sólido que la podría aconsejar es precisamente al que nunca recurre Pedro Sánchez. La medida es una especie de préstamo de capital político del Estado a favor de ERC. Con ese capital, los republicanos pueden convencer a los electores catalanes de las ventajas del diálogo con la Administración central, una actitud que ofrece resultados concretos y tangibles. Pueden explicar que, tras el fracaso de la vía unilateral y de la confrontación, es la hora de ser prácticos y constructivos, quizá no por cuestiones ideológicas, sino de puro realismo.
La respuesta del Consell per la República que preside Carles Puigdemont a la formación del Govern de Pere Aragonès destila una resistencia granítica a todo lo que suene a distensión, gestión y nuevas metas; como el incendio permanente de la ANC de la señora Paluzie. Y, en sentido contrario, la entrevista del miércoles del nuevo president en TV3 apunta una etapa desacomplejada y de peix al cove al estilo de aquella CDC y de este PNV.
La gran duda consiste en saber si ERC resistirá las presiones del nacionalismo y jugará sus cartas para arrebatar el liderazgo político a los neoconvergentes de una forma duradera. Sánchez se lo juega todo a una carta que exige cierta lealtad de Oriol Junqueras y su gente.
La experiencia del PSC con ERC en los tripartitos no avala la jugada, desde luego, pero también es cierto que al secretario general del PSOE le quedan pocas alternativas. Primero, porque su partido carece de mayoría para gobernar en solitario, necesita a ERC. Y, segundo, porque tiene la obligación política y moral de buscar una salida al conflicto creado por los nacionalistas catalanes precisamente en el mejor momento político de Cataluña en los últimos tres siglos.
José Luis Rodríguez Zapatero y Alfredo Pérez Rubalcaba supieron poner el broche final a ETA en las dos legislaturas que van de 2004 a 2011 a un precio que probablemente nunca conoceremos con detalle, pero lo hicieron. Mariano Rajoy gobernó entre 2011 y 2018. Su gestión de la cuestión catalana, con dos consultas populares incluidas, fue tan perezosa y nefasta que desautoriza a su partido a adoptar el papel que ahora le imprime Pablo Casado. Y mucho menos con la recogida de firmas que anuncia, dados los nefastos resultados de esa misma campaña contra un Estatuto que luego sería copiado por varias autonomías gobernadas por populares.
Casado tiene todo el derecho a oponerse a los indultos. Incluso es posible que tenga razón, pero debe permitir que otros intenten lo que su partido ni siquiera se planteó, aunque se equivoquen, porque de lo contrario estará dando la razón a quien piensa que su verdadero objetivo es impedir que otro solucione --o encapsule-- el problema y pueda beneficiarse de ese éxito.