Las cifras de contagios y muertes por coronavirus en los geriátricos son tan lacerantes que en muchos casos han movido a la intervención de la Administración. Es probablemente la cara más cruel de la pandemia, sobre todo porque nos pone ante la evidencia del engaño en que vivíamos: el sistema se acerca más a una red de pudrideros que de lugares para gente mayor que se merezcan el nombre de residencias.

La respuesta más natural, y visceral, es negar que el cuidado de los ancianos pueda convertirse en un negocio, como si fuera ese el problema. Hay quien lo dice de forma abierta, y también quien lo insinúa denunciando los casos más sangrantes de asilos en manos de empresas privadas, incluso multinacionales. Es una forma de verlo que viene a decir que esa actividad debería nacionalizarse, o sea que debería estar en manos del Estado. Pero lo cierto es que ya están en manos del Estado.

En Cataluña, por ejemplo, aunque solo el 14,4% de los centros son de titularidad pública, más del 70% de sus plazas dependen del presupuesto de forma directa o a través de conciertos que se renuevan periódicamente.

La residencia Bertran Oriola de la Barceloneta que acaba de intervenir la Generalitat pertenece a la propia Administración catalana, que había confiado su gestión a una empresa privada. Hace tres años, el Govern ya anuló la concesión de este mismo centro a la compañía que lo llevaba en aquel momento después de que las familias de los internados llevaran sus protestas hasta la mismísima puerta de Palau: los ancianos estaban grave y escandalosamente desatendidos. La Consejería de Treball tuvo que aplicar la misma medida en otras cuatro residencias.

Los recortes en sanidad pública y políticas sociales que se practicaron tras la crisis de 2008 no han sido revertidos en la asistencia de mayores, víctima del modelo de concurso público que las administraciones –central, autonómica y local-- han adoptado desde entonces. Se sacan a subasta obras y servicios a precios cada vez más reducidos, a los que los aspirantes añaden descuentos de hasta el 25%. Y no lo hacen voluntariamente, sino que se someten a la rebaja recomendada sotto voce por los convocantes. De hecho, cuando la residencia de la Barceloneta fue intervenida en 2017 ya circuló el rumor de que sus gestores habían hecho una oferta a la baja muy temeraria para asegurarse la contrata y que se pillaron los dedos.

Ese racaneo público constante deriva en reducciones salariales, de plantilla y de calidad asistencial hasta convertir esos establecimientos en algo muy distinto a su propósito original. ¿Cómo iban a aguantar en esas condiciones el envite del coronavirus?

¡Claro que se puede hacer negocio con el cuidado de los mayores! En Cataluña, 2,5 millones de personas tienen una póliza privada de salud; y casi nueve millones en el conjunto de España. Un negocio que nadie cuestiona, que incluso se fomentó desde el Estado con beneficios fiscales durante una época y que descarga de trabajo al sistema público. El único secreto está en que sea viable, en que tanto los gestores como los supervisores tengan el rigor y la decencia suficientes como para saber dónde está el límite, dónde un servicio se convierte en un despilfarro económico y una estafa social.