David salió de trabajar y ya no volvió a su casa. Una razzia criminal acabó con su vida y la de otras dos personas el pasado lunes. Una muerte cruel por absurda que vuelve a poner el foco mediático sobre una delincuencia que azota Barcelona, cada vez más violenta. La ciudadanía quiere respuestas, porque las preguntas que suscitan este tipo de sucesos son muchas y van más allá del debate sobre la suficiencia de los efectivos policiales, que también es importante. Pero, sobre todo, nos falta saber el porqué.
La alcaldesa Ada Colau siempre se ha negado a convertir la ciudad en una suerte de Estado policial. Es obvio que colocar un mosso d’Esquadra o un agente de la Guardia Urbana en cada esquina es imposible y tampoco evitarían determinados crímenes. Esa es la excusa que, desde instancias municipales, se dio tras una pelea entre conocidos que acabó también en muerte.
No se pueden prevenir ajustes de cuentas y rencillas, efectivamente. Pero sí es viable poner todos los medios al alcance de las administraciones –y en eso también hay que implicar a la Generalitat y al Gobierno-- para averiguar los motivos que conducen a esa violencia extrema y gratuita. Estudiar los motivos por los que la vida tiene tan poco valor para los agresores. Ese enfoque social se ajusta perfectamente al ideario de Colau, una activista que ha vivido de cerca la marginalidad y el desespero.
No se trata de justificar acciones como las que han acabado con la vida de David, sino de buscar las raíces de un problema con graves consecuencias. La alarma social que genera la inseguridad alienta el miedo, la insolidaridad, la xenofobia y, sobre todo, un perfecto caldo de cultivo para el populismo de la ultraderecha. Poner el acento, como pretenden algunos, en la nacionalidad de los agresores supone sesgar ese necesario análisis. En Crónica Global lo hemos denunciado en repetidas ocasiones: ninguna administración ha profundizado todavía en el entorno social de los jóvenes autores de los atentados yihadistas del 17A aparentemente integrados en Ripoll (Girona). “ Cómo pudo crecer un monstruo así en el corazón de la Cataluña catalana”, se preguntaba Joaquín Romero en esta columna.
Dicho de otra manera, obviar que Barcelona es escenario de una criminalidad que no se vivía desde hace décadas puede provocar una escalada de tensión social muy peligrosa. El perjuicio para la imagen internacional de Barcelona es obvia, pero aquí la prioridad son las personas, no la marca, que es sólida y responde a múltiples factores.
Si el Raval en particular, y el casco antiguo en general, han vuelto a los peores años de la Barcelona canalla y su barrio chino --solo ensalzada por la intelectualidad ávida de aventuras nocturnas-- hay que reconocerlo primero y hacer un trabajo de campo después. Que PSC asumiera las competencias en seguridad fue un punto de inflexión, sí, pero no suficiente. La negación como mecanismo de defensa que, hasta ahora, ha utilizado el Ayuntamiento de Barcelona solo contribuye a enquistar el problema.