De aquí a un mes se cumple un año de los atentados yihadistas en Las Ramblas de Barcelona, aniversario que la ciudad va a recordar en un acto que organiza el ayuntamiento.
Es un plazo suficiente y razonable para echar un vistazo a lo que se ha hecho tras el tremendo golpe que conmovió al mundo, y para repasar cómo se ha analizado lo que ocurrió aquella tarde.
En febrero pasado, el Barcelona Centre for International Affairs (Cidob) publicó el trabajo de tres de sus investigadores en el que se destacaba el “carácter fugaz de los debates posteriores a los ataques”. De hecho, el elemento más singular del atentado de Barcelona respecto a los que han sufrido otras ciudades europeas es precisamente ése, la rapidez con que se “pasó pantalla” a los pocos días de los hechos, en palabras de uno de los expertos.
¿Quiénes son los responsables directos e indirectos de la masacre? ¿Por qué ha ocurrido? ¿Qué hacer para que no se repita? Son las tres preguntas centrales sobre las que pivotan las reflexiones que suceden a estos actos de barbarie en todas partes del mundo; en todas, menos aquí.
A propuesta de JxCat, PDeCAT y la CUP, el Parlament creó una comisión de investigación de los atentados en abril --ocho meses después del golpe--, una comisión que ha celebrado un par de reuniones para reclamar la presencia de distintos cargos del Gobierno de Mariano Rajoy, e interrogarles. La sombra de Abdelbaki es Satty, que estuvo preso por tráfico de drogas y al que el CNI habría tratado de utilizar como confidente, planea sobre las discusiones de los comisionados, que, como han hecho sus partidos políticos, tratan a toda costa de situar fuera del territorio catalán el conflicto que hay detrás de los crímenes.
El imán muerto en la explosión de Alcanar es el enlace “con el Estado” que el mundo nacionalista sigue empleando para subrayar que todo aquello es ajeno a Cataluña, y que los chicos magrebíes que prepararon los artefactos para derrumbar la basílica de la Sagrada Família y que finalmente optaron por el atropello indiscriminado, de alguna manera, también fueron víctimas.
Los análisis de urgencia de aquel agosto apuntaban que no existía un problema de integración entre los jóvenes terroristas de Ripoll --hablaban un catalán perfecto-- y tampoco conflicto estilo banlieue. La siguiente reflexión, obligada, era preguntarse la razón por la que unos muchachos escolarizados en la inmersión lingüística no tenían sentido de pertenencia a la sociedad en la que vivían (eren dels nostres?). Pero eso era ir demasiado lejos, y ahí se quedaron las cosas.
Es evidente que, pese a lo que ha dicho el nacionalismo en estos 40 años de construcción de la Cataluña pujolista, el idioma no es el bálsamo que cohesiona a los distintos elementos de un colectivo como por arte de magia. Los terroristas de París, como los belgas, tenían un francés pulcro. Puede más bien que la lengua sea la excusa para que los extranjeros se diluyan, sin más, en una sociedad que no es la propia. ¿Acaso un moro deja de ser moro porque hable en catalán o en francés?
Pero ese es un debate que no se puede abordar en un país donde el idioma se ha convertido en el tótem incuestionable en el que descansa una ideología de la integración que los atentados del 17-A tiran por tierra. Sobre todo, cuando la política de inmigración pasa por favorecer flujos distintos a los latinoamericanos y evitar así que el castellano sea la lengua franca de los nouvinguts.