La sátira es un género literario en desuso. Constituye una forma de mostrar indignación o desaprobación sobre algo, pero con usos humorísticos considerados próximos al sarcasmo. En esta suerte de escritura se exagera y ridiculiza con intención solo intelectual. En el periodismo apenas si se utiliza en los artículos de opinión, y --salvo el maestro Ramón de España--, pocos son capaces de satirizar sobre la actualidad.
La pasada semana, Joaquín Romero, director de Crónica Global, hizo un estupendo ejercicio satírico al proponer un método infalible para reducir el déficit público catalán en la hipotética república que construyen (o construían, no sé decirles) los procesistas y su corte de acólitos y gregarios. El periodista que lidera este medio se inventó un sistema de obtención de recursos públicos por la vía de catalanizar nombres y apellidos, de obtener pasaportes de Catalán Viejo y hasta por el no tan surrealista método de sacarles la pasta a los altos cargos de la administración catalana. El impacto que esa columna tuvo en las redes sociales, en especial Twitter, entre el mundo independentista fue fabuloso. Tanto se cabrearon con su lectura que la acabaron convirtiendo en uno de los artículos más leídos de la jornada del viernes.
Se advierte en esas reacciones la frustración que tanto hemos pronosticado desde hace ya demasiado tiempo. Existe un contingente incuantificable de personas adheridas a la causa de la independencia para las cuales constatar su fracaso monumental se transmuta en una desazón, cuando no odio, que resulta hasta peligroso. De poco sirven las proclamas de Oriol Junqueras desde el púlpito de la prisión a favor del amor al prójimo y en contra del odio. Ni los secesionistas más católicos y misericordiosos parecen seguir las enseñanzas de su líder recluido.
La culpa de ese estado de cosas no es otro que la mentira. Sí, las falsas realidades construidas durante meses consecutivos, los imaginarios colectivos edificados que tanto podían garantizar más sexo diario como un helado de postre para los neonatos ciudadanos de la república catalana de marras. Mentira sobre mentira, parafraseando el popular villancico, que nos lleva a la mentira una: no existe una mayoría social que desee, ansíe y trabaje por desunir Cataluña de España. Por más que lo intenten internacionalizar, racionalizar, comunicar o elevar a la categoría de revelación bíblica, la mayor les falla. Es todo un puro y simple embuste emocional.
Curiosamente, los que recibimos el calificativo de embusteros por parte de esa parte de la sociedad catalana tristemente dogmatizada somos los periodistas de aquellos medios de comunicación que desmontan esa pirámide de engaños, que bien se parece al famoso fraude de Ponzi. Mientras nadie se sale del circuito piramidal la mentira funciona, pero cuando comienzan las deserciones el riesgo de desmoronamiento colectivo es total, además de rápido y catastrófico en las consecuencias.
Empieza a suceder que los propios líderes del movimiento soberanista están reculando. Los más inteligentes y menos serviles son conscientes de que jugaban de farol (como dijo una antigua integrante del Govern), otros quieren regresar al autonomismo sin perder demasiadas plumas en el viaje (y aquí están los más sensatos de ERC, no todos) y, una parte de antiguos convergentes de clase media e intereses económicos más allá de su endogamia familiar han comenzado a apreciar que hasta esa confortable situación puede resentirse de perseverar en el engaño.
Persiste un grupo, eso sí, fanatizado hasta extremos peligrosos, que en muchos casos han hecho del separatismo un modus vivendi o, cuando menos, un modus operandi. Aquí se encuentran la mayoría de los seguidores de Carles Puigdemont, las clases pasivas, los jóvenes imberbes de la CUP y una parte de la intelectualidad política y mediática orgánica que actúan como ejércitos de estómagos agradecidos a la causa que les dio brillo y esplendor. Desde el subsidiario Quim Torra, pasando por la (tan lírica como prosaica) consejera Laura Borràs, el tóxico y resentido historiador Agustí Colomines, los bufones televisivos del Polònia de TV3 y algunos otros tertulianos de profesión, porque difícilmente podrían tener otra actividad en un entorno real. Todos han sido nacionalistas de esencia y de existencia, pero ahora se han convertido en un bodegón de naturalezas muertas que representa un dramático retrato de charlatanes imbuidos en la bandera del odio y la hispanofobia más que en su propia estelada.
Se equivocan culpando a España, convirtiéndola en el retrato de un país fascista, porque el fracaso lo han cosechado entre sus convecinos, entre aquellos catalanes que hemos impedido, cada uno en su medida, que el órdago unilateral separatista tuviera la más mínima opción de prosperar en las condiciones que proponían y con el futuro tan interesado como kamikaze que proyectaban. Sus mentiras democráticas (como las del 6 y 7 de septiembre de 2017 o el propio referéndum del 1-O) les han desnudado y ahora necesitan repetir hasta la saciedad las desagradables imágenes, puntuales y tan buscadas como innecesarias, de la violencia en los colegios electorales y la supuesta represión judicial española. Solo les quedan sus presos y prófugos de la justicia para justificarse, porque el resto del argumentario se ha desmontado con la propia fuerza de un estado de derecho serio y solvente. España es hoy un queso gruyère, pero no por los agujeros que ellos ven, sino por los mismos que se han abierto en cualquier otro país europeo en esta convulsa e inquietante etapa del siglo XXI.
Nos tildan a los demás de embusteros, manipuladores, fascistas, fachas, tóxicos, hijos de las cloacas o nos culpabilizan de la muerte del torero Manolete. Tanto da el calificativo para justificar su frustración y odio subyacente a lo español. Son incapaces de distinguir entre un nacionalista español de ultraderecha y un catalán no nacionalista. Tratan a todos igual, no les interesa establecer categorías o descripciones que les pongan en evidencia. Son falsos demócratas, pero con la bandera y el relato marketiniano de lo contrario.
En todo caso, un consejo, ignorémoslos. No merecen nuestro tiempo ni nuestra preocupación. Como sostiene la antropóloga argentina Irina Podgorny, la mentira tiene las patas cortas, pero los charlatanes en cambio tienen las piernas muy largas. Más que como mentirosos compulsivos, sería mejor considerarlos y tratarlos sencillamente como lo que en verdad son: unos piernas… Ya han ganado, pero solo la maratón de la mentira catalana.