Ni todas las banderas con que Isabel Díaz Ayuso obsequió a Pedro Sánchez, ni toda la artillería informativa de Miguel Ángel Rodríguez (MAR), su estratega de comunicación, han sido suficientes para evitar el cierre de Madrid. La capital española transporta un serio problema en la extensión y contagio del virus, como quien en la mochila o el bolso guarda y traslada cosas inútiles de un lado para otro con adicional esfuerzo. Las batallas políticas que se viven en la comunidad, repletas de un populismo infernal, relajan a la ciudadanía en la observancia de las cautelas sanitarias necesarias para combatir el Covid-19 hasta tanto lleguen los remedios médicos.

He tenido la oportunidad reciente de pulsar el estado de opinión en la capital y el mosqueo generalizado de la ciudadanía empieza a ser de órdago. Resignados con la evolución de la enfermedad, los residentes muestran un hartazgo mayúsculo con los vaivenes de los dirigentes y la mala administración. Sean de uno u otro color, nadie es capaz de explicarse cuál es la razón verdadera por la que son incapaces de alcanzar un acuerdo ante una situación como la actual. Se extiende la creencia de que la falta de entendimiento es, a la postre, la que desencadena la adopción de medidas más severas de las que quizá hubieran sido aplicables con un supuesto diálogo entre administraciones.

Los hosteleros están que trinan por bajar las persianas de sus establecimientos a las 22:00 horas. Quienes deben desplazarse para trabajar entre diferentes zonas de la comunidad se carcajean de la ausencia de control y de lo postizo que resultan las restricciones a la movilidad. La mayoría se pregunta si hubiera sido posible adoptar otras precauciones más progresivas si la política no hubiese enmarañado la relación entre el Gobierno central y la Comunidad de Madrid.

El resultante es que Madrid vuelve a cerrarse de manera parcial. A la parálisis económica general de toda España ahora se sumará la provocada por la reducción de actividad que se induce, de forma radial, desde la capital española. Con un Madrid que tendrá un tiempo el candado puesto, el resto del país reducirá su producción y el impacto se notará de nuevo en el empleo, la inversión y el consumo público y privado.

A Barcelona no le va mucho mejor. Al final, pese a la orgía simbólica e identitaria permanente, la Generalitat parece que ha preferido dedicar las tonterías a otros ámbitos políticos y dejan el asunto de salud pública a momentáneo resguardo. Les ha costado entenderlo (merece la pena recordar, por ejemplo, cómo salió escoltado de la Generalitat Quim Torra tras su inhabilitación, sin una sola medida de seguridad sanitaria), pero han dejado atrás el victimismo, las estupideces y los descuidos de los primeros meses de pandemia. Más allá de las actividades descontroladas y menores que desarrollaron las asambleas de majaras en el aniversario del 1-O, la mayoría sensata de la población ha decidido que, ante la ausencia de políticos de talla, lo más razonable es protegerse de manera autónoma y sin esperar más indicaciones que las necesarias.

Aunque los datos de extensión del virus y su impacto en la sanidad pública y privada resultan algo mejores en Barcelona y su área metropolitana que en la Comunidad de Madrid, territorios comparables en términos de población y actividad, lo cierto es que en tierras catalanas hace tiempo que vivimos económicamente bloqueados.

Es fácil de entender: al virus mundial general, los catalanes agregamos el virus emocional particular. La Generalitat, una administración autonómica con un presupuesto enorme y una fuerte incidencia en la generación de actividad, vive desde 2012 como una caricatura de lo que fue. Ni hay iniciativas políticas de altura con incidencia ciudadana real, ni hay más gestión que ocuparse del gasto ordinario comprometido y del pago de salarios a policías, maestros, sanitarios… y otro personal del sector público. Esa rutina productiva administrativa se convierte con el paso del tiempo (esos ocho años de procés) en una abrasiva y nociva amenaza para la actividad económica y el tejido productivo catalán. Un presupuesto público como el que se administra desde la plaza Sant Jaume debiera ser un acicate para ciudadanos y empresas. Pero ni estimula ni influye, el sector privado vive entre escamado y receloso de una clase política que con el lazo arrastrando olvida la verdadera esencia de sus cargos: el servicio público.

Después de todo lo acontecido en los últimos ocho años, ¿cómo se les explica a inversores y empresarios que Cataluña mantiene vivo el espíritu de territorio seguro, emprendedor, dinámico y transversal que esculpió a lo largo de su historia? Y, aún más lacerante, ¿quién volverá a creer en una Barcelona que, gobernada desde el apriorismo populista más recalcitrante, se encoge sobre sí misma? ¿Alguien volverá a interesarse por su mercado inmobiliario, por su parque de oficinas para albergar proyectos o por los polígonos industriales de su área metropolitana si puede instalar sus factorías o centros logísticos a unos pocos kilómetros sin inseguridades jurídicas ni problemáticas políticas?

Barcelona no está cerrada como Madrid, por fortuna. Pero lleva mucho más tiempo bloqueada para lo sustantivo. No había empresario o profesional de la capital de España que no visitara Cataluña un número regular de veces cada año para defender sus intereses, impulsar iniciativas, participar en ferias o, incluso, hacer turismo gastronómico o de otro tipo. Interrelación se llama. Pregunten en sus empresas y centros de trabajo qué sucede desde hace un tiempo. En la respuesta está contenida la razón de ese cambio: lo catalán ha dejado de ser seductor pese a tratarse del primer mercado español y la histórica locomotora del país. Si ese fenómeno incipiente no revierte en un plazo breve, la economía catalana se resentirá por los efectos negativos que esa tendencia proyectará sobre el PIB y el empleo. No es solo una cuestión ideológica, de nacionalistas o sus contrarios, estamos ante una realidad creciente de desinterés por un territorio y un mercado que siempre ha sido seductor tanto para el capital español como para el internacional. A la mayonesa del desaguisado de marras podemos añadirle el impacto que la pandemia desatará sobre la economía. Remuevan y verán.

Como decía uno de esos jóvenes empresarios nacionalistas que hoy pueblan la Cámara de Comercio de Barcelona y amenazan con tomar el control del Barça, siempre nos quedará la esperanza de que el día que Cataluña sea independiente la economía se revitalice por el efecto impulsor que tendrá la inversión de todos los países del mundo comprando sedes en Barcelona para embajadas y desplazando a sus equipos diplomáticos. Con análisis como el descrito, el precipicio no anda lejos.

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PD: Circula la especie de que el matrimonio Manuel Valls-Susana Gallardo se ha hecho con un precioso apartamento en París. Un seguimiento del político francés en sus redes sociales sugiere que sus intereses parecen haber virado de nuevo hacia la política del país donde hizo su carrera. Si en las próximas elecciones autonómicas del 14 de febrero Valls no tiene papel alguno, ¿acabaremos expulsando un talento político necesario y útil por la xenofobia con la que fue recibido en su ciudad de nacimiento?