Si en octubre de 2017 nos hubiesen dicho que nueve de los cabecillas que estaban perpetrando el golpe indepe al Estado pasarían tres años entre rejas --como van camino de cumplir--, cualquier demócrata lo habría firmado dando saltos de alegría.
Pero, seamos sinceros, hoy a muchos constitucionalistas eso les sabe a poco.
Probablemente son los mismos que siguen convencidos de que el Tribunal Supremo erró condenando por sedición a los líderes de procés. Y no les falta razón. Las acciones de Junqueras, Romeva, Forn, Forcadell, Rull, Turull y Bassa se ajustan al pie de la letra a la definición que el código penal reserva para el delito de rebelión, con penas de hasta 25 años (y no los entre 9 y 13 que les cayeron).
Quizás los actos de Sànchez y Cuixart sí se adecúan más a lo que la ley califica como sedición. Incluso, si este último tuviera un buen abogado, y viendo sus intervenciones desde entonces --empezando por su alegato final durante el juicio, más propio de un iluminado--, lo razonable es que ya estuviera fuera de la trena --recibiendo tratamiento-- tras alegar algún tipo de trastorno.
También parece evidente que el alto tribunal se equivocó al no asumir la petición de la fiscalía de establecer en la sentencia que no se les pudiese conceder el tercer grado a los condenados hasta cumplir la mitad de la pena.
Al menos, el juez Manuel Marchena se ha puesto las pilas en esta cuestión y está enmendando la plana a la magistrada María Jesús Arnau Sala, titular del Juzgado de Vigilancia Penitenciaria número 5 de Cataluña, que sigue empeñada en mandar a casa a los sediciosos con argumentos de parvulario. La togada ve normal que los presos no se arrepientan, ni rechacen la vía unilateral para alcanzar la independencia.
Basta con comprobar cómo algunos de los cómplices de los reos siguen con la misma matraca. Como el fugado Puigdemont, que hace unos días hacía un llamamiento a la “confrontación” con el Estado. El propio Junqueras asegura que los jueces actúan contra él por “venganza”. “Corruptos, monarcas mafiosos, violadores o asesinos tienen más derechos que nosotros”, dice el mismo que sigue alardeando de su papel el 1-O. “La venganza pesa demasiado en este Estado, mucho más que la justicia”, apostilla Romeva.
Todo ello mientras el presidente de la Generalitat, Quim Torra --sostenido en su cargo por los partidos que lideran Puigdemont y Junqueras--, apela a sus seguidores a “desobedecer” hasta “las últimas consecuencias”.
El extremismo sigue instalado en los líderes independentistas, incluso en los que están en la prisión. Por ello, la petición de tres expresidentes del Parlament --entre ellos, la xenófoba Núria de Gispert-- de indultar a Carme Forcadell es un insulto al sentido común.
Es innegable que la cárcel tiene un potente efecto pedagógico, como también lo es que en el caso de los dirigentes secesionistas la dosis suministrada está todavía muy lejos de ser la necesaria para lograr efectos positivos para la convivencia en Cataluña.
Hace unos meses, un arrogante y rencoroso Junqueras desafiaba a políticos constitucionalistas a “aguantarle la mirada”. No creo que tengan ningún problema en mirarle a los ojos y decirle que su sitio sigue estando en Lledoners.