Que el fiscal cite en sus alegaciones preliminares el editorial de un diario, mientras que la defensa de Oriol Junqueras argumenta que “los tertulianos no ven delito de rebelión” ilustra hasta qué punto es mediático el juicio del procés. Creer en la separación de poderes implicaría, quizá suene ingenuo, que la prensa --el llamado cuarto poder-- interfiera lo menos posible en esta vista oral. La sentencia de La Manada, jurídicamente impecable pero socialmente indignante, demostró que un tribunal puede ser inmune a las presiones externas. La Justicia nunca es cartesiana. Es interpretativa. No es una ciencia exacta y, por tanto, no caben apriorismos. El independentismo los tiene, y así lo ha demostrado en sus shows patrióticos. Eso sí, fuera de la sala de vistas.
Dentro, el aplomo de abogados y fiscales han dado un baño de realidad judicial a opinadores hiperventilados y tertulianos poco avezados en las liturgias jurídicas. Confundir acusación particular con popular, o desconocer que no es lo mismo un testigo protegido que un testigo sorpresa, como se evidenció en una conocida tertulia radiofónica, ha sido el menor de los errores. El más grande, usar y abusar del argumento de que la Justicia española es corrupta y responde a los intereses de una casta franquista. No ha sido ese el relato de los abogados defensores. Como tampoco hemos oído al abogado de Vox rugir ante la permisividad del presidente de la sala, el magistrado Manuel Marchena, con los lazos amarillos. Hemos visto, eso sí, alguna concesión a esa presión mediática, tanto por parte de los letrados como de los fiscales. Eran inevitables, pero seguramente habrán defraudado a quienes esperaban más performance, más épica.
¿Un juicio histórico quizá? Cataluña ha vivido “muchas jornadas históricas” desde que comenzó el procés. Otra cosa es que, políticamente, no existan precedentes de una declaración unilateral de independencia o de la aplicación del artículo 155. Tampoco del encarcelamiento de dirigentes independentistas y de la aplicación del delito de rebelión, excepción hecha del juicio por el 23F. Ambos aspectos son cuestionables, efectivamente. Demasiada prisión preventiva, excesiva petición de condena, cuestionable uso de la violencia.
Y eso es precisamente lo que debe dirimir el tribunal. Pero lo hará --debe hacerlo-- con criterios jurídicos, no políticos. Las defensas lo saben porque forman parte del top ten de la abogacía catalana y por eso han realizado intervenciones desapasionadas, precisamente para no vulnerar el derecho de defensa de sus clientes. Unos son más locuaces que otros, va con el carácter, y los más ardientes –Gonzalo Boye, Jaume Alonso-Cuevillas…-- no intervienen en este juicio. Es de agradecer, porque parecen muy dispuestos a banalizar la Justicia española, muy en la línea del gran ausente, Carles Puigdemont, inmerso en una campaña internacional contra España cada vez más enloquecida, pues se ha hecho extensiva a las instituciones de la Unión Europea, a las que amenaza --da un poco de risa, sí-- con convertise en aliado de Putin.
De ellas forma parte el Tribunal de Estrasburgo, donde seguramente acabará la causa del 1-O. El procedimiento judicial español así lo garantiza. Este tribunal no se pronunciará sobre el fondo de la causa, es decir, si hubo rebelión o sedición --aviso a tertulianos, que lo mismo hablan de Siria, que de la gripe o de señores con toga--. Determinará si los acusados han tenido un juicio con garantías jurídicas.
Pero quienes han vivido, y muy bien, del independentismo mediático no se andan con sutilezas. Las frases manidas, las reflexiones socorridas que igual sirven para un atentado terrorista que para una manifestación en favor de los derechos laborales, hacen más ruido. Hasta que el fiel oyente ensordece y se desmoviliza. Y ya está pasando. Las calles, llamadas a ser sempre nostres, enmudecieron ayer durante la segunda sesión del juicio del Supremo.